MISA CON OCASIÓN DEL 85º CUMPLEAÑOS DEL SANTO PADRE
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Capilla Paulina
Lunes 16 de abril de 2012
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Capilla Paulina
Lunes 16 de abril de 2012
Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
En el día de mi cumpleaños y de mi Bautismo, el 16 de abril, la liturgia de la Iglesia ha puesto tres señales que me indican a dónde lleva el camino y que me ayudan a encontrarlo. En primer lugar, la memoria de santa Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes; luego, uno de los santos más peculiares de la historia de la Iglesia, Benito José Labre; y después, sobre todo, el hecho de que este día se encuentra todavía inmerso en el Misterio pascual, en el Misterio de la Cruz y de la Resurrección, y en el año de mi nacimiento se manifestó de un modo particular: era el Sábado Santo, el día del silencio de Dios, de su aparente ausencia, de la muerte de Dios, pero también el día en el que se anunciaba la Resurrección.
A Bernardita Soubirous, la muchacha sencilla del sur, de los Pirineos, todos la conocemos y la amamos. Bernardita creció en la Francia ilustrada del siglo XIX, en una pobreza difícilmente imaginable. La cárcel, que había sido abandonada por ser demasiado insalubre, se convirtió al final —después de algunas dudas— en la morada de la familia, en la que transcurrió su infancia. No tuvo la posibilidad de recibir formación escolar; sólo un poco de catecismo para prepararse a la Primera Comunión. Pero precisamente esta muchacha sencilla, que en su corazón había permanecido pura y limpia, tenía el corazón que ve, era capaz de ver a la Madre del Señor y en ella el reflejo de la belleza y de la bondad de Dios. A esta joven María podía manifestarse y a través de ella hablar al siglo e incluso más allá del siglo. Bernardita sabía ver, con el corazón puro y genuino. Y María le indica la fuente: ella puede descubrir la fuente de agua viva, pura e incontaminada; agua que es vida, agua que da pureza y salud. Y, a través de los siglos, esta agua ya es un signo de parte de María, un signo que indica dónde se hallan las fuentes de la vida, dónde podemos purificarnos, dónde encontramos lo que está incontaminado. En nuestro tiempo, en el que vemos el mundo tan agitado, y en el que existe la necesidad del agua, del agua pura, este signo es mucho más grande. De María, de la Madre del Señor, del corazón puro viene también el agua pura, genuina, que da la vida, el agua que en este siglo —y en los siglos futuros— nos purifica y nos cura.
Creo que podemos considerar esta agua como una imagen de la verdad que sale a nuestro encuentro en la fe: la verdad no simulada, sino incontaminada. De hecho, para poder vivir, para poder llegar a ser puros, necesitamos tener en nosotros la nostalgia de la vida pura, de la verdad no tergiversada, de lo que no está contaminado por la corrupción, del ser hombres sin mancha. Pues bien, este día, esta pequeña santa siempre ha sido para mí un signo que me ha indicado de dónde proviene el agua viva que necesitamos —el agua que nos purifica y que da la vida—, y un signo de cómo deberíamos ser: con todo el saber y todas las capacidades, que también son necesarios, no debemos perder el corazón sencillo, la mirada sencilla del corazón, capaz de ver lo esencial; y siempre debemos pedir al Señor que nos ayude a conservar en nosotros la humildad que permite al corazón ser clarividente —ver lo que es sencillo y esencial, la belleza y la bondad de Dios— y encontrar así la fuente de la que brota el agua que da la vida y purifica.
Luego está Benito José Labre, el piadoso peregrino mendicante del siglo XVIII que, después de varios intentos inútiles, encontró finalmente su vocación de peregrinar como mendicante —sin nada, sin ningún apoyo, sin quedarse para sí con nada de lo que recibía, salvo lo absolutamente necesario—, peregrinar a través de toda Europa, a todos los santuarios de Europa, desde España hasta Polonia y desde Alemania hasta Sicilia: ¡un santo verdaderamente europeo! Podemos decir también: un santo un poco peculiar que, mendigando, vagabundea de un santuario a otro y no quiere hacer más que rezar y así dar testimonio de lo que cuenta en esta vida: Dios. Ciertamente, no representa un ejemplo para emular, pero es una señal, es un dedo que indica hacia lo esencial. Nos muestra que sólo Dios basta; que más allá de todo lo que puede haber en este mundo, más allá de nuestras necesidades y capacidades, lo que cuenta, lo esencial es conocer a Dios. Sólo Dios basta. Y este «sólo Dios» él nos lo indica de un modo dramático. Y, al mismo tiempo, esta vida realmente europea que, de santuario en santuario, abraza todo el continente europeo hace evidente que aquel que se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos, porque por parte de Dios caen las fronteras; sólo Dios puede eliminar las fronteras porque gracias a él todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros; hace presente que la unicidad de Dios significa, al mismo tiempo, la fraternidad y la reconciliación de los hombres, el derribo de las fronteras que nos une y nos cura. Así Benito José Labre es un santo de la paz precisamente porque es un santo sin ninguna exigencia, que muere pobre de todo pero bendecido con todo.
Y, por último, está el Misterio pascual. En el mismo día en que nací, gracias a la diligencia de mis padres, también renací por el agua y por el Espíritu, como acabamos de escuchar en el Evangelio. En primer lugar, está el don de la vida, que mis padres me hicieron en tiempos muy difíciles, y por el cual les debo dar las gracias. Pero no se debe dar por descontado que la vida del hombre es un don en sí misma. ¿Puede ser verdaderamente un hermoso don? ¿Sabemos qué amenazas se ciernen sobre el hombre en los tiempos oscuros que se encontrará, e incluso en los más luminosos que podrán venir? ¿Podemos prever a qué afanes, a qué terribles acontecimientos podrá quedar expuesto? ¿Es justo dar la vida así, sencillamente? ¿Es responsable o es demasiado incierto? Es un don problemático, si se considera sólo en sí mismo. La vida biológica de por sí es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas. Este es el sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor: «¿Acaso un viejo puede renacer?». Ahora bien, el renacimiento se nos da en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él, debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos amenazan. Por eso, este es un día de gran acción de gracias.
El día en que fui bautizado, como he dicho, era Sábado Santo. Entonces se acostumbraba todavía anticipar la Vigilia pascual en la mañana, a la que seguiría aún la oscuridad del Sábado Santo, sin el Aleluya. Me parece que esta singular paradoja, esta singular anticipación de la luz en un día oscuro, puede ser en cierto sentido una imagen de la historia de nuestros días. Por un lado, aún está el silencio de Dios y su ausencia, pero en la Resurrección de Cristo ya está la anticipación del «sí» de Dios; y por esta anticipación nosotros vivimos y, a través del silencio de Dios, escuchamos su palabra; y a través de la oscuridad de su ausencia vislumbramos su luz. La anticipación de la Resurrección en medio de una historia que se desarrolla es la fuerza que nos indica el camino y que nos ayuda a seguir adelante.
Damos gracias a Dios porque nos ha dado esta luz y le pedimos que esa luz permanezca siempre. Y en este día tengo motivo para darle las gracias a él y a todos los que siempre me han hecho percibir la presencia del Señor, que me han acompañado para que no perdiera la luz.
Me encuentro ante el último tramo del camino de mi vida y no sé lo que me espera. Pero sé que la luz de Dios existe, que él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a avanzar con seguridad. Esto nos ayuda a nosotros a seguir adelante, y en esta hora doy las gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el «sí» de Dios a través de su fe.
Al final, cardenal decano, le agradezco sus palabras de amistad fraterna, y su colaboración en todos estos años. Y expreso mi profundo agradecimiento a todos los colaboradores de los treinta años que he vivido en Roma, que me han ayudado a llevar el peso de mi responsabilidad. Gracias. Amén.