BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de agosto de 2010
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de agosto de 2010
San Tarcisio
Queridos hermanos y hermanas:
Deseo manifestar mi alegría por estar aquí hoy en medio de vosotros, en esta plaza, donde os habéis reunido en fiesta para esta audiencia general, que cuenta con la presencia tan significativa de la gran Peregrinación europea de monaguillos. Queridos muchachos, muchachas y jóvenes, ¡sed bienvenidos! Dado que la gran mayoría de los monaguillos presentes en la plaza son de lengua alemana, me dirigiré ante todo a ellos en mi lengua materna.
Queridos monaguillos y amigos; queridos peregrinos de lengua alemana, ¡bienvenidos a Roma! Os saludo cordialmente a todos. Junto con vosotros saludo al cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone; se llama Tarsicio, como vuestro patrono. Habéis tenido la amabilidad de invitarlo y él, que lleva el nombre de san Tarsicio, se alegra de poder estar aquí, entre los monaguillos del mundo y entre los monaguillos alemanes. Saludo a los queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y a los diáconos, que han querido participar en esta audiencia. Agradezco de corazón al obispo auxiliar de Basilea, monseñor Martin Gächter, presidente del Coetus internationalis ministrantium, las palabras de saludo que me ha dirigido, así como el gran don de la estatua de san Tarsicio y el fular que me ha entregado. Todo ello me recuerda el tiempo en que también yo era monaguillo. Le doy las gracias en vuestro nombre, también por la gran labor que lleva a cabo entre vosotros, junto con sus colaboradores y todos los que han hecho posible este alegre encuentro. Mi agradecimiento va también a los promotores suizos y a todos aquellos que han trabajado de varias maneras para la realización de la estatua de san Tarsicio.
Sois numerosos. Ya he sobrevolado la plaza de San Pedro en helicóptero y he visto todos los colores y la alegría que reina en esta plaza. Así no sólo creáis un ambiente de fiesta en la plaza, sino que además hacéis aún más alegre mi corazón. ¡Gracias! La estatua de san Tarsicio ha llegado hasta nosotros después de una larga peregrinación. En septiembre de 2008 fue presentada en Suiza, en presencia de ocho mil monaguillos: ciertamente algunos de vosotros os hallabais presentes. Desde Suiza pasó por Luxemburgo hasta Hungría. Hoy nosotros la acogemos con gozo, alegrándonos de poder conocer mejor esa figura de los primeros siglos de la Iglesia. Luego la estatua —como ya ha explicado monseñor Gächter— será colocada en las catacumbas de san Calixto, donde san Tarsicio fue sepultado. El deseo que expreso a todos es que ese lugar, es decir, las catacumbas de san Calixto, y esta estatua se conviertan en un punto de referencia para los monaguillos y para quienes desean seguir a Jesús más de cerca a través de la vida sacerdotal, religiosa y misionera. Todos podemos contemplar a este joven valiente y fuerte, y renovar el compromiso de amistad con el Señor mismo para aprender a vivir siempre con él, siguiendo el camino que nos señala con su Palabra y el testimonio de tantos santos y mártires, de los cuales, por medio del Bautismo, hemos llegado a ser hermanos y hermanas.
¿Quién era san Tarsicio? No tenemos muchas noticias de él. Estamos en los primeros siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el siglo III. Se narra que era un joven que frecuentaba las catacumbas de san Calixto, aquí en Roma, y era muy fiel a sus compromisos cristianos. Amaba mucho la Eucaristía, y por varios elementos deducimos que probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo. Eran años en los que el emperador Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se veían forzados a reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces, también en las catacumbas, para escuchar la Palabra de Dios, orar y celebrar la santa misa. También la costumbre de llevar la Eucaristía a los presos y a los enfermos resultaba cada vez más peligrosa. Un día, cuando el sacerdote preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la Eucaristía a los demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó el joven Tarsicio y dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho parecía demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud —dijo Tarsicio— será la mejor protección para la Eucaristía». El sacerdote, convencido, le confió aquel Pan precioso, diciéndole: «Tarsicio, recuerda que a tus débiles cuidados se encomienda un tesoro celestial. Evita los caminos frecuentados y no olvides que las cosas santas no deben ser arrojadas a los perros ni las perlas a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los Sagrados Misterios?». «Moriré —respondió decidido Tarsicio— antes que cederlos». A lo largo del camino se encontró con algunos amigos, que acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al responder que no podía, ellos —que eran paganos— comenzaron a sospechar e insistieron, dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo. Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió. Ya moribundo, fue llevado al sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que también se había convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida, pero seguía apretando contra su pecho un pequeño lienzo con la Eucaristía. Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de san Calixto. El Papa san Dámaso hizo una inscripción para la tumba de san Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257. El Martirologio Romano fija la fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge una hermosa tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo Sacramento en el cuerpo de san Tarsicio, ni en las manos ni entre sus vestidos. Se explicó que la partícula consagrada, defendida con la vida por el pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así con su mismo cuerpo una única hostia inmaculada ofrecida a Dios.
Queridas y queridos monaguillos, el testimonio de san Tarsicio y esta hermosa tradición nos enseñan el profundo amor y la gran veneración que debemos tener hacia la Eucaristía: es un bien precioso, un tesoro cuyo valor no se puede medir; es el Pan de la vida, es Jesús mismo que se convierte en alimento, apoyo y fuerza para nuestro peregrinar de cada día, y en camino abierto hacia la vida eterna; es el mayor don que Jesús nos ha dejado.
Me dirijo a vosotros, aquí presentes, y por medio de vosotros a todos los monaguillos del mundo. Servid con generosidad a Jesús presente en la Eucaristía. Es una tarea importante, que os permite estar muy cerca del Señor y crecer en una amistad verdadera y profunda con él. Custodiad celosamente esta amistad en vuestro corazón como san Tarsicio, dispuestos a comprometeros, a luchar y a dar la vida para que Jesús llegue a todos los hombres. También vosotros comunicad a vuestros coetáneos el don de esta amistad, con alegría, con entusiasmo, sin miedo, para que puedan sentir que vosotros conocéis este Misterio, que es verdad y que lo amáis. Cada vez que os acercáis al altar, tenéis la suerte de asistir al gran gesto de amor de Dios, que sigue queriéndose entregar a cada uno de nosotros, estar cerca de nosotros, ayudarnos, darnos fuerza para vivir bien. Como sabéis, con la consagración, ese pedacito de pan se convierte en Cuerpo de Cristo, ese vino se convierte en Sangre de Cristo. Sois afortunados por poder vivir de cerca este inefable misterio. Realizad con amor, con devoción y con fidelidad vuestra tarea de monaguillos. No entréis en la iglesia para la celebración con superficialidad; antes bien, preparaos interiormente para la santa misa. Ayudando a vuestros sacerdotes en el servicio del altar contribuís a hacer que Jesús esté más cerca, de modo que las personas puedan sentir y darse cuenta con más claridad de que él está aquí; vosotros colaboráis para que él pueda estar más presente en el mundo, en la vida de cada día, en la Iglesia y en todo lugar. Queridos amigos, vosotros prestáis a Jesús vuestras manos, vuestros pensamientos, vuestro tiempo. Él no dejará de recompensaros, dándoos la verdadera alegría y haciendo que sintáis dónde está la felicidad más plena. San Tarsicio nos ha mostrado que el amor nos puede llevar incluso hasta la entrega de la vida por un bien auténtico, por el verdadero bien, por el Señor.
Probablemente a nosotros no se nos pedirá el martirio, pero Jesús nos pide la fidelidad en las cosas pequeñas, el recogimiento interior, la participación interior, nuestra fe y el esfuerzo de mantener presente este tesoro en la vida de cada día. Nos pide la fidelidad en las tareas diarias, el testimonio de su amor, frecuentado la Iglesia por convicción interior y por la alegría de su presencia. Así podemos dar a conocer también a nuestros amigos que Jesús vive. Que en este compromiso nos ayude la intercesión de san Juan María Vianney —cuya memoria litúrgica se celebra hoy—, de este humilde párroco de Francia que cambió una pequeña comunidad y así dio al mundo nueva luz. Que el ejemplo de san Tarsicio y de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a Jesús y a cumplir su voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta el final. Gracias, una vez más, a todos. Que Dios os bendiga en estos días. Os deseo un feliz regreso a vuestros países.
Queridos hermanos y hermanas:
Deseo manifestar mi alegría por estar aquí hoy en medio de vosotros, en esta plaza, donde os habéis reunido en fiesta para esta audiencia general, que cuenta con la presencia tan significativa de la gran Peregrinación europea de monaguillos. Queridos muchachos, muchachas y jóvenes, ¡sed bienvenidos! Dado que la gran mayoría de los monaguillos presentes en la plaza son de lengua alemana, me dirigiré ante todo a ellos en mi lengua materna.
Queridos monaguillos y amigos; queridos peregrinos de lengua alemana, ¡bienvenidos a Roma! Os saludo cordialmente a todos. Junto con vosotros saludo al cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone; se llama Tarsicio, como vuestro patrono. Habéis tenido la amabilidad de invitarlo y él, que lleva el nombre de san Tarsicio, se alegra de poder estar aquí, entre los monaguillos del mundo y entre los monaguillos alemanes. Saludo a los queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y a los diáconos, que han querido participar en esta audiencia. Agradezco de corazón al obispo auxiliar de Basilea, monseñor Martin Gächter, presidente del Coetus internationalis ministrantium, las palabras de saludo que me ha dirigido, así como el gran don de la estatua de san Tarsicio y el fular que me ha entregado. Todo ello me recuerda el tiempo en que también yo era monaguillo. Le doy las gracias en vuestro nombre, también por la gran labor que lleva a cabo entre vosotros, junto con sus colaboradores y todos los que han hecho posible este alegre encuentro. Mi agradecimiento va también a los promotores suizos y a todos aquellos que han trabajado de varias maneras para la realización de la estatua de san Tarsicio.
Sois numerosos. Ya he sobrevolado la plaza de San Pedro en helicóptero y he visto todos los colores y la alegría que reina en esta plaza. Así no sólo creáis un ambiente de fiesta en la plaza, sino que además hacéis aún más alegre mi corazón. ¡Gracias! La estatua de san Tarsicio ha llegado hasta nosotros después de una larga peregrinación. En septiembre de 2008 fue presentada en Suiza, en presencia de ocho mil monaguillos: ciertamente algunos de vosotros os hallabais presentes. Desde Suiza pasó por Luxemburgo hasta Hungría. Hoy nosotros la acogemos con gozo, alegrándonos de poder conocer mejor esa figura de los primeros siglos de la Iglesia. Luego la estatua —como ya ha explicado monseñor Gächter— será colocada en las catacumbas de san Calixto, donde san Tarsicio fue sepultado. El deseo que expreso a todos es que ese lugar, es decir, las catacumbas de san Calixto, y esta estatua se conviertan en un punto de referencia para los monaguillos y para quienes desean seguir a Jesús más de cerca a través de la vida sacerdotal, religiosa y misionera. Todos podemos contemplar a este joven valiente y fuerte, y renovar el compromiso de amistad con el Señor mismo para aprender a vivir siempre con él, siguiendo el camino que nos señala con su Palabra y el testimonio de tantos santos y mártires, de los cuales, por medio del Bautismo, hemos llegado a ser hermanos y hermanas.
¿Quién era san Tarsicio? No tenemos muchas noticias de él. Estamos en los primeros siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el siglo III. Se narra que era un joven que frecuentaba las catacumbas de san Calixto, aquí en Roma, y era muy fiel a sus compromisos cristianos. Amaba mucho la Eucaristía, y por varios elementos deducimos que probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo. Eran años en los que el emperador Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se veían forzados a reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces, también en las catacumbas, para escuchar la Palabra de Dios, orar y celebrar la santa misa. También la costumbre de llevar la Eucaristía a los presos y a los enfermos resultaba cada vez más peligrosa. Un día, cuando el sacerdote preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la Eucaristía a los demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó el joven Tarsicio y dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho parecía demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud —dijo Tarsicio— será la mejor protección para la Eucaristía». El sacerdote, convencido, le confió aquel Pan precioso, diciéndole: «Tarsicio, recuerda que a tus débiles cuidados se encomienda un tesoro celestial. Evita los caminos frecuentados y no olvides que las cosas santas no deben ser arrojadas a los perros ni las perlas a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los Sagrados Misterios?». «Moriré —respondió decidido Tarsicio— antes que cederlos». A lo largo del camino se encontró con algunos amigos, que acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al responder que no podía, ellos —que eran paganos— comenzaron a sospechar e insistieron, dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo. Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió. Ya moribundo, fue llevado al sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que también se había convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida, pero seguía apretando contra su pecho un pequeño lienzo con la Eucaristía. Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de san Calixto. El Papa san Dámaso hizo una inscripción para la tumba de san Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257. El Martirologio Romano fija la fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge una hermosa tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo Sacramento en el cuerpo de san Tarsicio, ni en las manos ni entre sus vestidos. Se explicó que la partícula consagrada, defendida con la vida por el pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así con su mismo cuerpo una única hostia inmaculada ofrecida a Dios.
Queridas y queridos monaguillos, el testimonio de san Tarsicio y esta hermosa tradición nos enseñan el profundo amor y la gran veneración que debemos tener hacia la Eucaristía: es un bien precioso, un tesoro cuyo valor no se puede medir; es el Pan de la vida, es Jesús mismo que se convierte en alimento, apoyo y fuerza para nuestro peregrinar de cada día, y en camino abierto hacia la vida eterna; es el mayor don que Jesús nos ha dejado.
Me dirijo a vosotros, aquí presentes, y por medio de vosotros a todos los monaguillos del mundo. Servid con generosidad a Jesús presente en la Eucaristía. Es una tarea importante, que os permite estar muy cerca del Señor y crecer en una amistad verdadera y profunda con él. Custodiad celosamente esta amistad en vuestro corazón como san Tarsicio, dispuestos a comprometeros, a luchar y a dar la vida para que Jesús llegue a todos los hombres. También vosotros comunicad a vuestros coetáneos el don de esta amistad, con alegría, con entusiasmo, sin miedo, para que puedan sentir que vosotros conocéis este Misterio, que es verdad y que lo amáis. Cada vez que os acercáis al altar, tenéis la suerte de asistir al gran gesto de amor de Dios, que sigue queriéndose entregar a cada uno de nosotros, estar cerca de nosotros, ayudarnos, darnos fuerza para vivir bien. Como sabéis, con la consagración, ese pedacito de pan se convierte en Cuerpo de Cristo, ese vino se convierte en Sangre de Cristo. Sois afortunados por poder vivir de cerca este inefable misterio. Realizad con amor, con devoción y con fidelidad vuestra tarea de monaguillos. No entréis en la iglesia para la celebración con superficialidad; antes bien, preparaos interiormente para la santa misa. Ayudando a vuestros sacerdotes en el servicio del altar contribuís a hacer que Jesús esté más cerca, de modo que las personas puedan sentir y darse cuenta con más claridad de que él está aquí; vosotros colaboráis para que él pueda estar más presente en el mundo, en la vida de cada día, en la Iglesia y en todo lugar. Queridos amigos, vosotros prestáis a Jesús vuestras manos, vuestros pensamientos, vuestro tiempo. Él no dejará de recompensaros, dándoos la verdadera alegría y haciendo que sintáis dónde está la felicidad más plena. San Tarsicio nos ha mostrado que el amor nos puede llevar incluso hasta la entrega de la vida por un bien auténtico, por el verdadero bien, por el Señor.
Probablemente a nosotros no se nos pedirá el martirio, pero Jesús nos pide la fidelidad en las cosas pequeñas, el recogimiento interior, la participación interior, nuestra fe y el esfuerzo de mantener presente este tesoro en la vida de cada día. Nos pide la fidelidad en las tareas diarias, el testimonio de su amor, frecuentado la Iglesia por convicción interior y por la alegría de su presencia. Así podemos dar a conocer también a nuestros amigos que Jesús vive. Que en este compromiso nos ayude la intercesión de san Juan María Vianney —cuya memoria litúrgica se celebra hoy—, de este humilde párroco de Francia que cambió una pequeña comunidad y así dio al mundo nueva luz. Que el ejemplo de san Tarsicio y de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a Jesús y a cumplir su voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta el final. Gracias, una vez más, a todos. Que Dios os bendiga en estos días. Os deseo un feliz regreso a vuestros países.
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