El Sacramento del matrimonio es un camino de santidad y Dios concede a los esposos las gracias necesarias para vivir un amor fiel y para santificarse en medio de las circunstancias familiares.
Para ello, los esposos cristianos deben cumplir sus obligaciones conyugales
y todos los deberes propios de su estado como casados, en particular lo que se refiere a la educación humana y cristiana de los hijos.
La vida matrimonial y familiar es, además, un lugar de actividad apostólica: la familia no está destinada a cerrarse en sí misma, sino a dar
testimonio de amor a Cristo y a los demás en la colonia, entre los vecinos,
entre los amigos, en el trabajo, etc. Es ahí donde se realiza especialmente
su apostolado.
En su modo y estado de vida, (los cónyuges cristianos) tienen su carisma
propio en el Pueblo de Dios" (LG 11). Esta gracia propia del sacramento
del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges,
a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia "se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida
y educación de los hijos" (LG 11; cf LG 41).
Cristo es la fuente de esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios
en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y
fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos" (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar "sometidos unos a otros en el temor de Cristo" (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo.
Sin embargo, el matrimonio no es obligatorio para todos. El mandamiento divino expresado en Génesis 1, 28: "creced y multiplicaos", obliga al género humano en general pero no a las personas en singular. Es una necesidad de la especie, no de la persona. Por eso algunos hombres y mujeres renuncian libremente al matrimonio para vivir una mayor entrega a Dios y a los demás, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que alaba a aquellos que, libremente, renunciaron al matrimonio por amor al Reino de los Cielos (Mateo 19, 10-12).
La Iglesia enseña que el celibato y la virginidad "por el Reino de los Cielos", por amor a Dios y para extender su Reino, es una vocación cristiana más alta que el matrimonio (1 Corintios 7, 32-38).
Tanto la vida matrimonial como la vida en celibato por amor al Reino de los Cielos son vocaciones que se dignifican mutuamente. Ambas son necesarias y se fortalecen la una a la otra cuando se viven santamente.
El llamado de Dios a la santidad, en ambos casos, exige una total entrega
y una vida heroicamente cristiana de amor.
Para ello, los esposos cristianos deben cumplir sus obligaciones conyugales
y todos los deberes propios de su estado como casados, en particular lo que se refiere a la educación humana y cristiana de los hijos.
La vida matrimonial y familiar es, además, un lugar de actividad apostólica: la familia no está destinada a cerrarse en sí misma, sino a dar
testimonio de amor a Cristo y a los demás en la colonia, entre los vecinos,
entre los amigos, en el trabajo, etc. Es ahí donde se realiza especialmente
su apostolado.
En su modo y estado de vida, (los cónyuges cristianos) tienen su carisma
propio en el Pueblo de Dios" (LG 11). Esta gracia propia del sacramento
del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges,
a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia "se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida
y educación de los hijos" (LG 11; cf LG 41).
Cristo es la fuente de esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios
en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y
fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos" (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar "sometidos unos a otros en el temor de Cristo" (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo.
Sin embargo, el matrimonio no es obligatorio para todos. El mandamiento divino expresado en Génesis 1, 28: "creced y multiplicaos", obliga al género humano en general pero no a las personas en singular. Es una necesidad de la especie, no de la persona. Por eso algunos hombres y mujeres renuncian libremente al matrimonio para vivir una mayor entrega a Dios y a los demás, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que alaba a aquellos que, libremente, renunciaron al matrimonio por amor al Reino de los Cielos (Mateo 19, 10-12).
La Iglesia enseña que el celibato y la virginidad "por el Reino de los Cielos", por amor a Dios y para extender su Reino, es una vocación cristiana más alta que el matrimonio (1 Corintios 7, 32-38).
Tanto la vida matrimonial como la vida en celibato por amor al Reino de los Cielos son vocaciones que se dignifican mutuamente. Ambas son necesarias y se fortalecen la una a la otra cuando se viven santamente.
El llamado de Dios a la santidad, en ambos casos, exige una total entrega
y una vida heroicamente cristiana de amor.
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