Las relaciones y los valores familiares según la Biblia

Dividiré mi intervención en tres partes. En la primera ilustraré el proyecto inicial de Dios sobre el matrimonio y la familia y cómo se realizó en la historia de Israel; en la segunda parte hablaré de la recapitulación obrada por Cristo y de cómo se interpretó y vivió en la comunidad cristiana del Nuevo Testamento; en la tercera parte procuraré contemplar qué puede aportar la revelación bíblica a la solución de los problemas actuales del matrimonio y de la familia.

Dirigiré mi atención a lo que funda la familia, y por lo tanto el matrimonio y la relación de pareja, porque creo que sobre ello la Biblia tiene una palabra siempre actual que pronunciar, más que sobre la familia como realidad social y sobre las relaciones dentro de ella, contexto en el que la Biblia refleja una cultura muy distinta de la de hoy. Por lo demás sabemos que una buena relación entre los progenitores es la condición básica para que la familia pueda desarrollar un papel educador respecto a los hijos. Muchos dramas juveniles de hoy son fruto de matrimonios disgregados o disfuncionales.

I PARTE

MATRIMONIO Y FAMILIA: PROYECTO DIVINO Y REALIZACIONES HUMANAS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO


1. El proyecto divino

Se sabe que el Libro del Génesis tiene dos relatos distintos de la creación de la primera pareja humana que se remontan a dos tradiciones diferentes: la yahvista (siglo X a. C.) y la más reciente (siglo VI a. C.) llamada “sacerdotal”.

En la tradición sacerdotal (Gn 1, 26-28) se crea simultáneamente al hombre y a la mujer, no a uno del otro; se pone en relación el ser varón y mujer con el ser a imagen de Dios: “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó”. El fin primario de la unión entre el hombre y la mujer se contempla en ser fecundos y llenar la tierra.

En la tradición yahvista (Gn 2, 18-25), la mujer es obtenida del hombre; la creación de los dos sexos se ve como remedio a la soledad (“No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada”); más que el factor procreador, se acentúa el factor unitivo (“El hombre se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne”); cada uno es libre ante la propia sexualidad y la del otro: “Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro”.

En ninguna de las dos redacciones se alude a una subordinación de la mujer al hombre, antes del pecado: los dos están en un plano de absoluta igualdad, aunque la iniciativa, al menos en el relato yahvista, es del hombre.

La explicación más convincente del porqué de esta “invención” divina de la distinción de sexos la he encontrado en un poeta, Paul Claudel, no en un exégeta:

“El hombre es un ser orgulloso; no había otro modo de hacerle comprender al prójimo que introduciéndolo en la carne. No había otro medio de hacerle entender la dependencia y la necesidad, más que mediante la ley de otro ser diferente [la mujer] sobre él, debida al sencillo hecho de que existe”.[1]

Abrirse al otro sexo es el primer paso para abrirse al otro, que es el prójimo, hasta el Otro con mayúscula, que es Dios. El matrimonio nace bajo el signo de la humildad; es el reconocimiento de dependencia y por lo tanto de la propia condición de criatura. Enamorarse de una mujer o de un hombre es realizar el acto más radical de humildad. Es hacerse mendigo y decirle al otro: “No me basto a mí mismo, necesito de tu ser”. Si, como pensaba Schleiermacher, la esencia de la religión consiste en el “sentimiento de dependencia” (Abhaengigheitsgefuehl) frente a Dios, entonces la sexualidad humana es la primera escuela de religión.

Hasta aquí el proyecto de Dios. No se explica, sin embargo, la continuación de la Biblia si, junto al relato de la creación, no se tiene en cuenta también el de la caída, sobre todo lo que se dijo a la mujer: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gn 3,16). El predominio del hombre sobre la mujer forma parte del pecado del hombre, no del proyecto de Dios; con aquellas palabras Dios lo preanuncia, no lo aprueba.

2. Las realizaciones históricas

La Biblia es un libro divino-humano no sólo porque tiene por autores a Dios y al hombre, sino también porque describe, intercaladas, la fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre; no sólo por el sujeto que escribe, sino también por el objeto de la Escritura. Esto aparece particularmente evidente cuando se confronta el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia con su actuación práctica en la historia del pueblo elegido.

Es útil registrar las deficiencias y las aberraciones humanas para no sorprendernos demasiado de lo que sucede a nuestro alrededor y también porque demuestra que el matrimonio y la familia son instituciones que, al menos en la práctica, evolucionan en el tiempo, como cualquier otro aspecto de la vida social y religiosa. Siguiendo en el Libro del Génesis, ya el hijo de Caín, Lámek, viola la ley de la monogamia tomando dos mujeres. Noé, con su familia, aparece como una excepción en medio de la corrupción general de su tiempo. Los propios patriarcas Abraham y Jacob tienen hijos de varias mujeres. Moisés autoriza la práctica del divorcio; David y Salomón mantienen un verdadero harén de mujeres.

Las desviaciones sin embargo parecen, como siempre, más presentes en las cúpulas de la sociedad, entre los jefes, que al nivel del pueblo, donde el ideal inicial del matrimonio monogámico debía ser la norma, no la excepción. La literatura sapiencial –Salmos, Proverbios, Sirácida-, más que los libros históricos (que se ocupan precisamente de los jefes), nos permite hacernos una idea de las relaciones y de los valores familiares que se tienen en consideración y se viven en Israel: la fidelidad conyugal, la educación de la prole, el respeto a los padres. Este último constituye uno de los Diez Mandamientos: “Honrar padre y madre”.

Más que en las transgresiones prácticas individuales, el desapego del ideal inicial es visible en la concepción de fondo que se tiene del matrimonio en Israel. El oscurecimiento principal está relacionado con dos puntos básicos. El primero es que el matrimonio, de ser un fin, pasa a ser un medio. El Antiguo Testamento, en su conjunto, considera el matrimonio como “una estructura de autoridad de tipo patriarcal, destinada principalmente a la perpetuación del clan. En este sentido hay que comprender las instituciones del levirato (Dt 25, 5-10), del concubinato (Gn 16) y de la poligamia provisional”[2]. El ideal de una comunión de vida entre el hombre y la mujer, fundada en una relación personal y recíproca, no se olvida, pero pasa a un segundo plano respecto al bien de la prole.

El segundo grave oscurecimiento se refiere a la condición de la mujer: de ser compañera del hombre, dotada de igual dignidad, aparece cada vez más subordinada al hombre y en función del hombre. Esto se ve hasta en el tan celebrado elogio de la mujer del Libro de los Proverbios: “Una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas...” (Pr 31, 10 ss). Se trata de un elogio de la mujer realizado enteramente en función del hombre. Su conclusión es: ¡feliz el hombre que posee tal mujer! Ella le teje bellas vestiduras, honra su casa, le permite caminar con la cabeza alta entre sus amigos. No creo que las mujeres estén hoy entusiasmadas con este elogio.

Los profetas tuvieron un papel importante al devolver a la luz el proyecto inicial de Dios sobre el matrimonio, en particular Oseas, Isaías, Jeremías. Asumiendo la unión del hombre y de la mujer como símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo, como reflejo volvían a poner en primer plano los valores del amor mutuo, de la fidelidad y de la indisolubilidad que caracterizan la actitud de Dios hacia Israel. Todas las fases y las vicisitudes del amor esponsal se evocan y emplean con este fin: el encanto del amor en el estado naciente en el noviazgo (Cf. Jr 2, 2); la plenitud del gozo el día de la boda (Cf. Is 62, 5); el drama de la ruptura (Cf. Os 2, 4 ss) y finalmente el renacimiento, lleno de esperanza, del antiguo vínculo (Cf. Os 2, 16; Is 54, 8).

Malaquías muestra la beneficiosa repercusión que el mensaje profético podía tener sobre el matrimonio humano y, en especial, sobre la condición de la mujer. Escribe:

“El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo así que ella era tu compañera y la mujer de tu alianza. ¿No ha hecho él un solo ser, que tiene carne y espíritu? Y este uno, ¿qué busca? ¡Una posteridad dada por Dios! Guardad, pues, vuestro espíritu; no traiciones a la esposa de tu juventud.” (Ml 2,14-15).

A la luz de esta tradición profética hay que leer el Cantar de los Cantares. Éste representa un renacimiento de la visión del matrimonio como atracción recíproca, como eros, como encanto del hombre ante la mujer (en este caso, también la mujer ante el hombre), presente en el relato más antiguo de la creación.

Se equivoca, en cambio, cierta exégesis moderna que interpreta el Cantar de los Cantares exclusivamente en clave de amor humano entre un hombre y una mujer. El autor del Cantar se sitúa dentro de la historia religiosa de su pueblo, donde el amor humano había sido asumido por los profetas como metáfora de la alianza entre Dios y el pueblo. Oseas ya había hecho de su propia situación matrimonial una metáfora de las relaciones entre Dios e Israel. ¿Cómo pensar que el autor del Cantar prescinda de todo ello? La lectura mística del Cantar, querida a la tradición de Israel y de la Iglesia, no es una superposición posterior, sino que está de alguna manera implícita en el texto y lejos de restar algo a la exaltación del amor humano, le confiere un esplendor y una belleza nueva.

II PARTE

MATRIMONIO Y FAMILIA EN EL NUEVO TESTAMENTO


1. La recapitulación del matrimonio por parte de Cristo

San Ireneo explica la “recapitulación (anakephalaiosis) de todas las cosas” obrada por Cristo (Ef 1,10) como un “recobrar las cosas desde el principio para conducirlas a su cumplimiento”. El concepto implica a la vez continuidad y novedad, y en este sentido se realiza de modo ejemplar en la obra de Cristo respecto al matrimonio.

a. La continuidad

El capítulo 19 del Evangelio de Mateo basta, por sí solo, para ilustrar los dos aspectos de la recapitulación. Veamos ante todo cómo recobra Jesús las cosas desde el principio.

“Se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera? Él respondió: ‘¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra (Gn 1, 27), y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? (Gn 2, 24). De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre’” (Mt 19,3-6).

Los adversarios se mueven en el restringido ámbito de la casuística de escuela (si es lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo, o si se requiere un motivo específico y serio); Jesús responde retomando el problema de raíz, desde el inicio. En su cita, Jesús se refiere a los dos relatos de la institución del matrimonio; toma elementos de uno y de otro, pero de ellos evidencia sobre todo, como se ve, el aspecto de comunión de las personas.

Lo siguiente en el texto, sobre el problema del divorcio, también se orienta en esta dirección; reafirma, de hecho, la fidelidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial por encima del bien mismo de la prole, con el que se habían justificado en el pasado poligamia, levirato y divorcio.

“Le objetaron: Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla? Les respondió Jesús: Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer –no por concubinato- y se case con otra, comete adulterio” (Mt 19, 7-9).

El texto paralelo de Marcos muestra cómo, también en caso de divorcio, hombre y mujer se sitúan, según Jesús, en un plano de absoluta igualdad: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”(Mc 10, 11-12).

No me detengo en la cláusula “excepto por concubinato” (porneia) que está ausente en el texto paralelo de Marcos y podría ser una explicitación de Mateos. Más bien se debe subrayar “la implícita fundación sacramental del matrimonio” presente en la respuesta de Jesús[3]. Las palabras “Lo que Dios unió” dicen que el matrimonio no es una realidad puramente secular, fruto sólo de voluntad humana; en él hay una dimensión sacra que se remonta a la voluntad divina.

La elevación del matrimonio a “sacramento” no reposa por lo tanto sólo en el débil argumento de la presencia de Jesús en las bodas de Caná ni sobre el texto de Efesios 5; empieza, de alguna forma, con el Jesús terreno y forma parte también de su conducir las cosas al inicio. Juan Pablo II tiene razón cuando define el matrimonio como “el sacramento más antiguo” [4].

b. La novedad

Hasta aquí la continuidad. ¿En qué consiste entonces la novedad? Paradójicamente consiste en la relativización del matrimonio. Escuchemos la continuación del texto de Mateo:

“Le dijeron sus discípulos: Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse. Pero Él les respondió: No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19, 10-12).

Jesús instituye con estas palabras un segundo estado de vida, justificándolo con la venida a la tierra del Reino de los Cielos. Ésta no anula la otra posibilidad, el matrimonio, sino que la relativiza. Sucede como en la idea de Estado en el ámbito político: aquél no es abolido, sino radicalmente relativizado por la revelación de la presencia contemporánea, en la historia, de un Reino de Dios.

La continencia voluntaria no necesita, por lo tanto, que se reniegue o se desprecie el matrimonio para que sea reconocida en su validez. (Algunos autores antiguos, en sus tratados sobre la virginidad, cayeron en este error). Es más, aquélla no toma sentido más que de la contemporánea afirmación de la bondad del matrimonio. La institución del celibato y de la virginidad por el Reino ennoblece el matrimonio en el sentido de que hace de él una elección, una vocación, y ya no un sencillo deber moral al que no era lícito sustraerse en Israel, sin exponerse a la acusación de transgredir el mandamiento de Dios.

Es importante observar algo que a menudo se olvida. Celibato y virginidad significan renuncia al matrimonio, no a la sexualidad, que permanece con toda su riqueza de significado, si bien se vive de formas distintas. El célibe y la virgen experimentan también la atracción, y por lo tanto la dependencia, hacia el otro sexo, y es precisamente esto lo que da sentido y valor a su opción de castidad.
c. Jesús, ¿enemigo de la familia?

Entre las muchas tesis planteadas en años recientes en el ámbito de la llamada “tercera investigación histórica sobre Jesús”, figura también la de un Jesús que repudió la familia natural y todos los vínculos parentales en nombre de la pertenencia a una comunidad diferente, en la que Dios es el padre y los discípulos son todos hermanos y hermanas, proponiendo a sus discípulos una vida errante, como hacían en aquel tiempo, fuera de Israel, los filósofos cínicos[5].

Efectivamente hay en los evangelios palabras de Cristo que a simple vista suscitan desconcierto. Jesús dice: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). Palabras duras, ciertamente, pero ya el evangelista Mateo se apresura a explicar el sentido de la palabra “odiar” en este caso: “El que ama a su padre o a su madre... a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Jesús no pide, por lo tanto, odiar a los padres o a los hijos, sino que no se les ame hasta el punto que se renuncie a seguirle por causa de aquellos.

Otro episodio que causa desconcierto. “Un día Jesús dijo a uno: Sígueme. Y aquél respondió: Déjame ir primero a enterrar a mi padre. Le replicó Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios” (Lc 9, 59 s.). Para ciertos críticos, entre ellos el rabino americano Jacob Neusner -con quien dialoga Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret[6]-, ésta es una petición escandalosa, una desobediencia a Dios -quien ordena cuidar a los padres-, una flagrante violación de los deberes filiales.

Algo se debe otorgar al rabino Neusner: palabras de Cristo, como éstas, no se explican mientras se le considere un simple hombre, por excepcional que sea. Sólo Dios puede pedir que se le ame más que al padre y que, para seguirle, se renuncie hasta a asistir a su sepultura. Para los creyentes ésta es una ulterior prueba de que Jesús es Dios; para Neusner es la razón por la que no se le puede seguir.

El desconcierto frente a estas peticiones de Jesús nace también de no tener en cuenta la diferencia entre lo que Él pedía a todos indistintamente y lo que pedía sólo a algunos llamados a compartir su vida enteramente dedicada al Reino, como sucede igualmente hoy en la Iglesia. Lo mismo se debe decir de la renuncia al matrimonio: Él no la impone ni la propone a todos indistintamente, sino sólo a quienes aceptan ponerse, como Él, a servicio total del Reino (Cf. Mt 19, 10-12).

Todas las dudas sobre la actitud de Jesús hacia la familia y el matrimonio caen si tenemos en cuenta otros pasajes del Evangelio. Jesús es el más riguroso de todos acerca de la indisolubilidad del matrimonio, recalca con fuerza el mandamiento de honrar padre y madre, hasta condenar la práctica de sustraerse, bajo pretextos religiosos, al deber de asistirles (Cf. Mc 7, 11-13). Cuántos milagros realiza Jesús precisamente para salir al encuentro del dolor de padres (Jairo, el padre del epiléptico), de madres (la cananea, ¡la viuda de Naím!), o de parientes (las hermanas de Lázaro), por lo tanto, para honrar los vínculos familiares. En más de una ocasión Él comparte el dolor de parientes hasta llorar con ellos.

En un momento como el actual, en el que todo parece conspirar para debilitar los vínculos y los valores de la familia, ¡sólo nos faltaría que también pusiéramos contra ella a Jesús y el Evangelio! Jesús ha venido a devolver el matrimonio a su belleza originaria, para reforzarlo, no para debilitarlo.

2. Matrimonio y familia en la Iglesia apostólica

Igual que hemos hecho con el proyecto originario de Dios, también a propósito de la recapitulación obrada por Cristo intentemos ver cómo fue recibida y vivida en la vida y en la catequesis de la Iglesia, quedándonos por el momento en el ámbito de la Iglesia apostólica. Pablo es en esto nuestra principal fuente de información, habiendo tenido que ocuparse del problema en algunas de sus cartas, sobre todo en la Primera a los Corintios.

El Apóstol distingue lo que viene directamente del Señor de las aplicaciones particulares que hace él mismo cuando lo requiere el contexto en el que predica el evangelio. Al primer caso pertenece la reafirmación de la indisolubilidad del matrimonio: “En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido; mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido; y que el marido no despida a su mujer” (1 Co 7,10-11); al segundo caso pertenecen las indicaciones que da acerca de los matrimonios entre creyentes y no creyentes y las disposiciones sobre célibes y vírgenes: “En cuanto a los demás, digo yo, no el Señor...” (1 Co 7,10; 1 Co 7, 25).

La Iglesia ha recogido, de Jesús, también el elemento de novedad que consiste, como hemos visto, en la institución de un segundo estado de vida: el celibato y la virginidad por el Reino. A ellos Pablo –él mismo no es casado- dedica la parte final del capítulo 7 de su carta. Basándose en el versículo: “Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular (charisma): unos de una manera, otros de otra” (1 Co 7,7), algunos piensan que el Apóstol considera matrimonio y virginidad como dos carismas. Pero no es exacto; los vírgenes han recibido el carisma de la virginidad, los casados tienen otros carismas (se sobreentiende, no el de la virginidad). Es significativo que la teología de la Iglesia siempre haya considerado la virginidad como un carisma y no un sacramento, y el matrimonio como un sacramento y no un carisma.

En el proceso que llevará (mucho más tarde) al reconocimiento de la sacramentalidad del matrimonio, tuvo un peso notable el texto de la Carta a los Efesios: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio (en latín, ¡sacramentum!) es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 31-32). No se trata de una afirmación aislada y ocasional, debida a la ambigua traducción del término “misterio” (mysterion) con el latín sacramentum. El matrimonio como símbolo de la relación entre Cristo y la Iglesia se funda en toda una serie de dichos y de parábolas en las que Jesús se había aplicado a sí mismo el título de esposo, atribuido a Dios por los profetas.

A medida que la comunidad apostólica se incrementa y consolida, se ve cómo florece toda una pastoral y una espiritualidad familiar. Los textos más significativos al respecto son los de las cartas a los Colosenses y a los Efesios. En ellos se evidencian las dos relaciones fundamentales que constituyen la familia: la relación marido-mujer y la relación padres-hijos. A propósito del primero, el Apóstol escribe:
“Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor... Como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” .

Pablo recomienda al marido que “ame” a su mujer (y esto nos parece normal), pero después recomienda a la mujer que sea “sumisa” al marido, y esto, en una sociedad fuertemente (y con justicia) consciente de la igualdad de sexos, parece inaceptable. Sobre este punto san Pablo está, al menos en parte, condicionado por las costumbres de su tiempo. La dificultad, en cambio, se redimensiona si se tiene en cuenta la frase inicial del texto: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo”, que establece una reciprocidad en la sumisión como en el amor.
A propósito de la relación entre padres e hijos, Pablo recalca los consejos tradicionales de la literatura sapiencial:

“Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre (Pr 6, 20), tal es el primer mandamiento, que lleva consigo una promesa: Para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor” (Ef 6, 1-4).

Las Cartas Pastorales, y especialmente la Carta a Tito, ofrecerán reglas detalladas para cada categoría de personas: las mujeres, los maridos, obispos y presbíteros, los ancianos, los jóvenes, las viudas, los dueños, los esclavos (Cf. Tt 2, 1-9). También los esclavos formaban parte de hecho de la familia, en la concepción amplia que se tenía de ella.

Igualmente en la Iglesia de los orígenes, el ideal del matrimonio que vuelve a proponer Jesús no se realizará sin sombras ni resistencias. Aparte del caso de incesto de Corinto (1 Co 8, 1 ss), lo testimonia la necesidad que sienten los apóstoles de insistir en este aspecto de la vida cristiana. Pero en conjunto los cristianos presentaron al mundo un modelo familiar nuevo que se reveló como uno de los factores principales de evangelización.

El autor de la Carta a Diogneto, en el siglo II, dice que los cristianos “se casan como todos y tienen hijos, pero no tiran a los recién nacidos; tienen en común la mesa, pero no el lecho” (V, 6-7). En sus Apologías, Justino traza un razonamiento que los cristianos de hoy deberíamos poder hacer nuestro en el diálogo con las autoridades políticas. Dice en sustancia los siguiente: Vosotros, emperadores romanos, multiplicáis las leyes sobre la familia, pero se muestran ineficaces para frenar su disolución; venid a ver nuestras familias y os convenceréis de que los cristianos son vuestros mejores aliados en la reforma de la sociedad, no vuestros enemigos. Al final, después de tres siglos de persecución, el Imperio, como se sabe, acogió en la propia legislación el modelo cristiano de familia.

III PARTE

QUÉ NOS DICE HOY LA ENSEÑANZA BÍBLICA


La relectura de la Biblia en un Congreso como éste, que no es de exégetas, sino de agentes pastorales en el ámbito de la familia, no se puede limitar a una simple reproposición del dato revelado, sino que debe poder iluminar los problemas actuales. “La Escritura –decía san Gregorio Magno- crece con quien la lee” (cum legentibus crescit); revela implicaciones nuevas a medida que se le plantean cuestiones nuevas. Y hoy, cuestiones o provocaciones nuevas hay muchas.

1. El ideal bíblico contestado

Nos hallamos ante una contestación aparentemente global del proyecto bíblico sobre sexualidad, matrimonio y familia. El estudio de monseñor Tony Anatrella, distribuido a los relatores en vista de este Congreso, proporciona sobre ello un resumen razonado y utilísimo[7]. ¿Cómo comportarse frente al fenómeno?

El primer error que hay que evitar, en mi opinión, es el de pasar todo el tiempo rebatiendo las teorías contrarias, acabando por darles más importancia de la que merecen. Ya Pseudo-Dionisio el Areopagita observaba cómo la proposición de la propia verdad es siempre más eficaz que la confutación de los errores ajenos. Otro error consistiría en dirigir todo hacia leyes del Estado para defender los valores cristianos. Los primeros cristianos, como hemos visto, con sus costumbres cambiaron las leyes del Estado; no podemos esperar hoy en cambiar las costumbres con las leyes del Estado.

El Concilio inauguró un nuevo método, que es de diálogo, no de enfrentamiento con el mundo; un método que no excluye siquiera la autocrítica. En un texto suyo, dijo que la Iglesia es capaz de sacar provecho hasta de las críticas de quien la combate. Creo que debemos aplicar este método también en la discusión de los problemas del matrimonio y de la familia, como hizo ya en su tiempo la Gaudium et spes.

Aplicar este método de diálogo significa procurar ver si en el fondo incluso de las contestaciones más radicales existe una instancia positiva que hay que acoger. Es el antiguo método paulino de examinar todo y quedarse con lo que es bueno (Cf. 1 Ts 5,21). Así ocurrió con el marxismo que impulsó a la Iglesia a desarrollar una doctrina social propia, y podría suceder igualmente con la revolución “gender” que, como observa monseñor Anatrella en su estudio, presenta no pocas analogías con el marxismo y está probablemente destinada al mismo final.

La crítica al modelo tradicional de matrimonio y de familia que ha conducido a las actuales, inaceptables, propuestas del deconstructivismo, comenzó con la Ilustración y el Romanticismo. Con intenciones diferentes, estos dos movimientos se expresaron contra el matrimonio tradicional, contemplado exclusivamente en sus “fines” objetivos: la prole, la sociedad, la Iglesia, y demasiado poco en sí mismo: en su valor subjetivo e interpersonal. Todo se pedía a los futuros esposos, excepto que se amaran y se eligieran libremente entre sí. A tal modelo se opuso el matrimonio como pacto (Ilustración) y como comunión de amor (Romanticismo) entre los esposos.

Pero esta crítica se orienta en el sentido originario de la Biblia, ¡no contra ella! El Concilio Vaticano II recibió esta instancia cuando reconoció como bien igualmente primario del matrimonio el mutuo amor y la ayuda entre los cónyuges. Juan Pablo II, en una catequesis de los miércoles, decía:

“El cuerpo humano, con su sexo, y su masculinidad y feminidad, ...es no sólo fuente de fecundidad y de procreación, como en todo el orden natural, sino que encierra desde el principio el atributo esponsal, o bien, de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y, mediante este don, realiza el sentido mismo de su ser y existir”[8].

En su encíclica “Deus caritas est”, el Papa Benedicto XVI ha ido más allá, escribiendo cosas profundas y nuevas a propósito del eros en el matrimonio y en las relaciones mismas entre Dios y el hombre. “Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella”[9].

La reacción insólitamente positiva a esta encíclica del Papa demuestra hasta qué punto una presentación irénica de la verdad cristiana es más productiva que la confutación del error contrario, aunque ésta también deberá hallar espacio, a su tiempo y en su lugar. Nosotros estamos lejos de aceptar las consecuencias que algunos sacan hoy de estas premisas: por ejemplo, que baste con cualquier tipo de eros para constituir un matrimonio, incluido aquél entre personas del mismo sexo; pero este rechazo adquiere otra fuerza y credibilidad si se une al reconocimiento de la bondad de fondo de la instancia e igualmente a una sana autocrítica.

No podemos en efecto silenciar la contribución que los cristianos dieron a la formación de aquella visión puramente objetivista del matrimonio. La autoridad de Agustín, reforzada en este punto por Tomás de Aquino, acabó por arrojar una luz negativa sobre la unión carnal de los cónyuges, considerada el medio de transmisión del pecado original y no privada, ella misma, de pecado “al menos venial”. Según el doctor de Hipona, los cónyuges debían acudir al acto conyugal con disgusto y sólo porque no había otro modo de dar ciudadanos al Estado y miembros a la Iglesia.

Otra instancia que podemos hacer nuestra es la igual dignidad de la mujer en el matrimonio. Como hemos visto, está en el corazón mismo del proyecto originario de Dios y del pensamiento de Cristo, pero casi siempre ha sido desatendida. La Palabra de Dios a Eva: “Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” tuvo una trágica realización en la historia.

En los representantes de la llamada “Gender revolution”, esta instancia ha llevado a propuestas desquiciadas, como la de abolir la distinción de sexos y sustituirla con la más elástica y subjetiva distinción de “géneros” (masculino, femenino, variable), o la de liberar a la mujer de la “esclavitud de la maternidad” proveyendo de otros modos, inventados por el hombre, a la producción de hijos. (¡No se entiende quién tendría más interés o deseo, llegados este punto, de tener hijos!).

Precisamente la elección del diálogo y de la autocrítica nos da derecho a denunciar estos proyectos como “inhumanos”, o sea, contarios no sólo a la voluntad de Dios, sino también al bien de la humanidad. Traducidos a su práctica a gran escala, conducirían a daños imprevisibles. La novela y la película “La isla del Dr. Moreau” (The Island of Dr. Moreau) de H. G. Wells, podría revelare trágicamente profética, esta vez no sólo entre animales, sino también entre seres humanos.

Nuestra única esperanza es que el sentido común de la gente, unido al “deseo” del otro sexo, a la necesidad de maternidad y de paternidad que Dios ha inscrito en la naturaleza humana, resistan a estos intentos de sustituir a Dios, dictados más por atrasados sentimientos de culpa del hombre que por un genuino respeto y amor por la mujer. (¡Quienes proponen estas teorías son casi exclusivamente los hombres!).

2. Un ideal que hay que redescubrir

No menos importante que la tarea de defender el ideal bíblico del matrimonio y de la familia es la tarea de redescubrirlo y vivirlo en plenitud por parte de los cristianos, de manera que se vuelva a proponer al mundo con los hechos, más que con las palabras.

Leamos hoy el relato de la creación del hombre y de la mujer a la luz de la revelación de la Trinidad. Bajo esta luz, la frase: “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó”, revela por fin su significado, que había sido enigmático e incierto antes de Cristo. ¿Qué relación puede haber entre ser “a imagen de Dios” y ser “macho y hembra”? El Dios bíblico carece de connotaciones sexuales; no es ni varón ni mujer.

La semejanza consiste en esto. Dios es amor y el amor exige comunión, intercambio interpersonal; requiere que haya un “yo” y un “tú”. No existe amor que no sea amor por alguien; donde no hay más que un sujeto no puede haber amor, sino sólo egoísmo o narcisismo. Allí donde Dios es concebido como Ley o como Potencia absoluta, no hay necesidad de una pluralidad de personas (¡el poder se puede ejercer también solos!). El Dios revelado por Jesucristo, siendo amor, es único y solo, pero no es solitario; es uno y trino. En Él coexisten unidad y distinción: unidad de naturaleza, de voluntad, de intención, y distinción de características y de personas.
Dos personas que se aman –y el caso del hombre y la mujer en el matrimonio es el más fuerte- reproducen algo de lo que ocurre en la Trinidad. Allí dos personas –el Padre y el Hijo-, amándose, producen (“exhalan”) el Espíritu que es el amor que les une. Alguien ha definido el Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, esto es, no la “tercera persona de la Trinidad”, sino la primera persona plural[10].

En esto precisamente la pareja humana es imagen de Dios. Marido y mujer son en efecto una carne sola, un solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad. En la pareja se reconcilian entre sí unidad y diversidad. Los esposos están uno frente al otro como un “yo” y un “tú”, y están frente al resto del mundo, empezando por los propios hijos, como un “nosotros”, casi como si se tratara de una sola persona, pero ya no singular, sino plural. “Nosotros”, o sea, “tu madre y yo”, “tu padre y yo”.

En esta luz se descubre el sentido profundo del mensaje de los profetas acerca del matrimonio humano, que por lo tanto es símbolo y reflejo de otro amor, el de Dios por su pueblo. Esto no significaba sobrecargar de un significado místico una realidad puramente mundana. No era cuestión sólo de simbolismo; era más bien revelar el verdadero rostro y el objetivo último de la creación del hombre varón y mujer: el de salir del propio aislamiento y “egoísmo”, abrirse al otro y, a través del éxtasis temporal de la unión carnal, elevarse al deseo del amor y de la alegría sin fin.
¿Cuál es la causa de la in conclusión y de la insatisfacción que deja la unión sexual, dentro y fuera del matrimonio? ¿Por qué este impulso cae siempre sobre sí mismo y por qué esta promesa de infinito y de eterno resulta siempre decepcionada? Los antiguos acuñaron un dicho que plasma esta realidad: “Post coitum animal triste”: como cualquier otro animal, el hombre después de la unión carnal está triste.

El poeta pagano Lucrecio dejó, de la frustración que acompaña cada copulación, una descripción despiadada que en un Congreso para esposos y para familias no debería resultar escandaloso oír:

“Se estrechan ávidamente al cuerpo y mezclan la saliva
boca a boca, y jadean, apretando los labios con los dientes;
pero en vano; porque no pueden arrancar nada,
ni penetrar y perderse en el otro cuerpo con todo el cuerpo”[11].

A esta frustración se busca un remedio que no hace más que acrecentarla. En lugar de modificar la calidad del acto, se aumenta su cantidad, pasando de un partner a otro. Se llega así al estrago del don de Dios de la sexualidad, en marcha en la cultura y en la sociedad de hoy.

¿Queremos, de una buena vez, como cristianos, buscar una explicación a esta devastadora disfunción? La explicación es que la unión sexual no se vive en el modo y con la intención pretendida por Dios. Este objetivo era que, a través de este éxtasis y fusión de amor, el hombre y la mujer se elevaran al deseo y tuvieran una cierta pregustación del amor infinito; recordaran de dónde venían y a dónde se dirigían.

El pecado, empezando por el de los bíblicos Adán y Eva, ha atravesado este proyecto; ha “profanado” ese gesto, o sea, lo ha despojado de su valor religioso. Ha hecho de él un gesto que es fin en sí mismo, concluso en sí mismo, y por ello “insatisfactorio”. El símbolo ha sido desgajado de la realidad simbolizada, privado de su dinamismo intrínseco y por lo tanto mutilado. Jamás como en este caso se experimenta la verdad del dicho de Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

Incluso parejas creyentes tampoco llegan a reencontrar –a veces más que las otras- esa riqueza de significado inicial de la unión sexual a causa de la idea de concupiscencia y de pecado original asociada a tal acto durante siglos. Sólo en el testimonio de algunas parejas que han tenido la experiencia renovadora del Espíritu Santo y viven la vida cristiana carismáticamente se encuentra algo de aquel significado original del acto conyugal. Aquellas han confiado con estupor -a parejas de amigos o al sacerdote- que se unen alabando a Dios en voz alta, o incluso cantando en lenguas. Era una experiencia real de presencia de Dios.

Se comprende por qué sólo en el Espíritu Santo es posible reencontrar esta plenitud de la vocación matrimonial. El acto constitutivo del matrimonio es la donación recíproca, hacer don del propio cuerpo (o bien, en el lenguaje bíblico, de todo uno mismo) al cónyuge. Al ser el sacramento del don, el matrimonio es, por su naturaleza, un sacramento abierto a la acción del Espíritu Santo que es por excelencia el Don, o mejor, la Donación recíproca del Padre y del Hijo. Es la presencia santificadora del Espíritu aquello que hace del matrimonio un sacramento no sólo celebrado, sino vivido.

Dar espacio a Cristo en la vida de pareja es el secreto para acceder a estos esplendores del matrimonio cristiano. De hecho es de Él de quien viene el Espíritu Santo que hace nuevas todas las cosas. Un libro del obispo Fulton Sheen, popular en los años cincuenta, inculcaba todo esto en su título: “Tres para casarse” [12].

No hay que tener miedo de proponer a algunas parejas de futuros esposos cristianos, particularmente preparadas, una meta altísima: la de orar un poco juntos la noche de bodas, como Tobías y Sara, y después dar a Dios Padre la alegría de ver de nuevo realizado, gracias a Cristo, su proyecto inicial, cuando Adán y Eva estaban desnudos uno frente al otro y ambos ante Dios, y no se avergonzaban.

Termino con algunas palabras tomadas, una vez más, de El zapato de raso de Claudel. Se trata de un diálogo entre la protagonista femenina del drama, que combate entre el miedo y el deseo de rendirse al amor, y su ángel custodio:

- Entonces, ¿está permitido este amor de las criaturas, una hacia otra? ¿Dios no tiene celos?
- ¿Cómo podría estar celoso de lo que ha hecho Él mismo?
- Pero el hombre, en brazos de la mujer, olvida a Dios...
- ¿Se le olvida estando con Él y siendo asociados al misterio de su creación?[13]

P. Raniero Cantalamessa, 2009-01-14- Congreso Teológico-Pastorale preparación al VI Encuentro Mundial de las Familias, Ciudad de México

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[1] P. Claudel, Le soulier de satin, a.III. sc.8 (éd. La Pléiade, II, Parigi 1956, p. 804) : «Cet orgueilleux, il n’y avait pas d’autre moyen de lui faire comprendre le prochain, de le lui entres dans la chair.
Il n’y avait pas d’autre moyen de lui faire comprendre la dépendance, la nécessité et le besoin, un autre sur lui,
La loi sur lui de cet être différent pour aucune autre raison si ce n’est qu’il existe».
[2] B. Wannenwetsch, Mariage, in Dictionnaire Critique de Théologie, a cura di J.-Y. Lacoste, Parigi 1998, p. 700.
[3] Cf. G. Campanini, Matrimonio, in Dizionario di Teologia, Ed. San Paolo 2002, pp. 964 s.
[4] Giovanni Paolo II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano, Roma 1985, p. 365.
[5] Cf. B. Griffin, Was Jesus a Philosophical Cynic? [http://www-oxford.op.org/allen/html/acts.htm]; C. Augias e M. Pesce, Inchiesta su Gesú, Mondadori, 2006, pp. 121 ss.
[6] E.P. Sanders, Gesù e il giudaismo, Marietti, 1992, pp.324 ss.; J. Neusner, A Rabbi Talks with Jesus, McGill-Queen’s University Press, 2000, pp. 53-72.
[7] T. Anatrella, Définitions des termes du Néo-langage de la philosophie du Constructivisme et du genre, a cura del Pontificium Consilium pro Familia, Città del Vaticano Novembre 2008.
[8] Giovanni Paolo II, Discorso all’udienza del 16 gennaio 1980 (Insegnamenti di Giovanni Paolo II, Libreria Editrice Vaticana 1980, p. 148).
[9] Benedetto XVI, Enc. Deus caritas est, 11.
[10] Cf. Cf. H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Ich –Du –Wir, Muenster, in W. 1966.

[11] Lucrezio, De rerum natura, IV,2 vv. 1104-1107.
[12] F. Sheen, Three to Get Married, Appleton-Century-Crofts 1951.
[13] P. Claudel, Le soulier de satin, a.III. sc.8 (éd. La Pléiade, II, Parigi 1956, pp. 804):
- Dona Prouhèze. - -Eh quoi! Ainsi c’était permis? cet amour des créatures l’une pour l’autre, il est donc vrai que Dieu n’est pas jaloux ?
- L’Ange Gardien.- Comment serait-il jaloux de ce qu’il a fait ?...
- Dona Prouhèze. – L’homme entre les bras de la femme oublie Dieu.
- L’Ange Gardien.- Est-ce l’oublier que d’être avec lui ? est-ce ailleurs qu’avec lui d’être associé au mystère da sa création ?

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