En el corazón del Año Paulino, el padre Cantalamessa ha propuesto una reflexión sobre el papel que ocupa Cristo en el pensamiento y en la vida del apóstol de las gentes, para renovar el esfuerzo por poner a Cristo en el centro de la teología de la Iglesia y de la vida espiritual de los creyentes.
"Lo que podría ser una ganancia, lo he considerado una perdida con motivo de Cristo"
El Año Paulino es una gracia grande para la Iglesia, pero representa también un peligro: el de quedarse en Pablo, en su personalidad, su doctrina, sin dar el paso sucesivo de él a Cristo. El Santo Padre ha puesto en guardia contra este riesgo en la misma homilía con la que ha abierto el año Paulino, y lo reafirmaba en la audiencia general del 2 de julio: "Y éste es el fin del año Paulino: aprender de san Pablo, aprender la fe, aprender a Cristo".
Ha sucedido muchas veces en el pasado, hasta dar lugar a la tesis absurda según la cual Pablo, no Cristo, sería el verdadero fundador del cristianismo. Jesucristo habría sido para Pablo lo que Sócrates para Platón: un pretexto, un nombre, bajo el cual poner el propio pensamiento.
El apóstol, como antes de él Juan el Bautista, señala hacia uno "más grande que él", del que no se considera digno siquiera de ser apóstol. Esa tesis es la tergiversación más completa y la ofensa más grave que se pueda hacer al apóstol Pablo. Si volviera a la vida, reaccionaría contra esta tesis con la misma vehemencia con la que reaccionó frente a un malentendido análogo de los corintios: "¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?" (1 Cor 1,13).
Otro obstáculo que debemos superar nosotros los creyentes, es el de quedarnos en la doctrina de Pablo sobre Cristo, sin dejarnos contagiar de su amor y de su fuego por él. Pablo no quiere ser para nosotros sólo un sol de invierno que ilumina pero no calienta. El propósito en cambio de sus cartas es el de llevar a los lectores no sólo al conocimiento, sino también al amor y a la pasión por Cristo.
A este segundo objetivo quisieran contribuir las tres meditaciones del Adviento de este año, a partir de ésta de hoy en la que reflexionaremos sobre la conversión de san Pablo, el acontecimiento que, tras la muerte y resurrección de Cristo, mayormente ha influido en el futuro del cristianismo.
1. La conversión de Pablo vista por dentro
La mejor explicación de la conversión de san Pablo es la que da él mismo cuando habla del bautismo cristiano como ser "bautizados en la muerte de Cristo", "sepultados junto con él" para resucitar con él y "caminar en una vida nueva" (cf. Romanos 6, 3-4). Él ha vivido en sí mismo el misterio pascual de Cristo, en torno al cual gravitará a continuación todo su pensamiento. Hay también analogías externas impresionantes. Jesús permaneció tres días en el sepulcro; durante tres días, Saulo vivió como un muerto: no podía ver, estar de pie, comer, después en el momento del bautismo sus ojos volvieron a abrirse, pudo comer y retomó las fuerzas, volvió a la vida (cf. Hechos 9,18).
Inmediatamente después de su bautismo, Jesús se retiró al desierto y también Pablo, después de ser bautizado por Ananías, se retiró al desierto de Arabia, es decir, al desierto alrededor de Damasco. Los exegetas calculan que entre el acontecimiento en el camino de Damasco y el inicio de su actividad pública en la Iglesia hay una decena de años de silencio en la vida de Pablo. Los judíos lo buscaban para matarlo, los cristianos no se fiaban aún y le tenían miedo. Su conversión recuerda a la del cardenal Newman, a quien sus antiguos hermanos en la fe anglicanos consideraban un tránsfuga, y a quien los católicos miraban con sospecha por sus ideas nuevas y audaces.
El apóstol hizo un noviciado largo; su conversión no duró unos pocos minutos. Y en su kenosis, en este tiempo de vaciamiento y de silencio, es donde acumuló esa energía rompedora y esa luz que un día derramará sobre el mundo.
De la conversión de Pablo tenemos dos descripciones distintas: una que describe el acontecimiento, por así decirlo, desde fuera, en clave histórica, y otra que describe el acontecimiento desde dentro, en clave psicológica o autobiográfica. El primer tipo es el que encontramos en las diversas narraciones que se leen en los Hechos de los Apóstoles. A él pertenecen también algunos esbozos que el propio Pablo hace del acontecimiento, explicando cómo de perseguidor se transformó en apóstol de Cristo (cf. Gal 1, 13-24).
Al segundo tipo pertenece el capítulo 3 de la Carta a los Filipenses, donde el Apóstol describe lo que ha significado para él, subjetivamente, el encuentro con Cristo, lo que era antes y lo que ha llegado a ser a continuación; en otras palabras, en qué ha consistido, esencial y religiosamente, el cambio realizado en su vida. Nosotros nos concentramos en este texto que, por analogía con la obra de san Agustín, podríamos definir "las confesiones de san Pablo".
En todo cambio hay un terminus a quo y un terminus ad quem, un punto de partida y un punto de llegada. El apóstol describe ante todo el punto de partida, lo que era antes:
"Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia del la Ley, intachable" (Filipenses 3, 4-6).
Uno puede equivocarse fácilmente al leer esta descripción: éstos no eran títulos negativos, sino los máximos títulos de santidad de aquel tiempo. Con ellos se habría podido abrir en seguida el proceso de canonización de Pablo, su hubiera existido en aquella época. Es como decir hoy de uno: bautizado el octavo día, perteneciente a la estructura por excelencia de la salvación, la Iglesia católica, miembro de la orden religiosa más austera de la Iglesia (¡esto eran los fariseos!), observantísimo de la Regla....
En cambio, en el texto hay un punto y aparte que divide en dos la página y la vida de Pablo. Comienza con un "pero" adversativo que crea un contraste total:
"Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo" (Filipenses 3, 7-8).
Tres veces repite el nombre de Cristo en este breve texto. El encuentro con él ha dividido su vida en dos, ha creado un antes y un después. Un encuentro personalísimo (es el único texto donde el apóstol usa el singular "mio", no "nuestro" Señor) y un encuentro existencial más que mental. Nadie podrá nunca conocer a fondo qué sucedió en aquel breve diálogo: "¡Saulo, Saulo!" "¿Quién eres, Señor?" "Yo soy Jesús". Una "revelación", la define él (Gálatas 1, 15-16). Fue una especie de fusión a fuego, un relámpago de luz que aún hoy, habiendo pasado dos mil años, ilumina al mundo.
2. Un cambio de mente
Intentemos analizar el contenido del acontecimiento. Fue sobre todo un cambio de mente, de pensamiento, literalmente una metanoia. Pablo había creído hasta entonces poderse salvar y ser justo ante Dios mediante la observancia escrupulosa de la ley y de las tradiciones de sus padres. Ahora entiende que la salvación se obtiene de otro modo. Quiero ser hallado, dice, "no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe" (Fl 3, 8-9). Jesús le hizo experimentar en sí mismo lo que un día proclamaría a toda la Iglesia: la justificación por gracia mediante la fe (cf. Gal 2,15-16; Rom 3, 21 ss.).
Leyendo el capítulo tercero de la Carta a los Filipenses, me viene a la mente una imagen: un hombre camina de noche en un bosque cerrado a la pequeña luz de una vela, poniendo atención a que no se apague; caminando, llega el alba, surge el sol, la pequeña luz de la vela palidece, hasta que no le sirve más y la tira. La lucecita vacilante era su propia justicia. Un día, en la vida de Pablo, salió el sol de la justicia, Cristo el Señor, y desde aquel momento no ha querido otra luz que la suya.
No se trata de un punto más, sino del corazón del mensaje cristiano; él lo definirá como "su evangelio", hasta el punto de declarar anatema a quien se atreviera a predicar un evangelio distinto, aunque fuese un ángel o él mismo (cf. Gal 1, 8-9). ¿Por qué tanta insistencia? Porque en ello consiste la novedad cristiana, lo que la distingue te cualquier otra religión o filosofía religiosa. Toda propuesta religiosa comienza diciendo a los hombres lo que tienen que hacer para salvarse o para obtener la "Iluminación". El cristianismo no empieza diciendo a los hombres lo que tienen que hacer, sino lo que Dios ha hecho por ellos en Cristo Jesús. El cristianismo es la religión de la la gracia.
Hay lugar -y cuánto- para los deberes y para la observancia de los mandamientos, pero después, como respuesta a la gracia, no como su causa o u precio. Uno no se salva por sus buenas obras, aunque no se salvará sin sus buenas obras. Es una revolución de la cual, a distancia de dos mil años, aún nos cuesta tomar conciencia. Las polémicas teológicas sobre la justificación mediante la fe de la Reforma en adelante lo han obstaculizado a menudo más que favorecido, al mantener el problema a nivel teórico, de tesis de escuelas contrapuestas, en lugar de ayudar a los creyentes a hacer experiencia de ello en sus vidas.
3. "Convertíos y creed en el evangelio"
Pero debemos plantearnos una pregunta crucial: ¿quién es el inventor de este mensaje? Si hubiera sido el apóstol Pablo, entonces tendrían razón quienes decían que él, y no Jesús, es el fundador del cristianismo. Pero el inventor no es él; él no hace otra cosa que expresar en términos elaborados y universales un mensaje que Jesús expresaba con su típico lenguaje, hecho de imágenes y de parábolas.
Jesús comenzó su predicación diciendo: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). Con estas palabras enseñaba ya la justificación por la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre "volver atrás" (como indica el mismo término hebreo shub); significaba volver a la alianza violada, mediante una observancia renovada de la ley. "Convertíos a mí [...], volved de vuestro camino perverso", decía Dios en los profetas (Zc 1, 3-4; Jr 8, 4-5).
Convertirse, por tanto, tiene un significado principalmente ascético, moral y penitencial, y se realiza cambiando de conducta de vida. La conversión se ve como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los mismos labios de Juan el Bautista (cf. Lc 3, 4-6). Pero en la boca de Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos al principio de su predicación), respecto a un significado nuevo, hasta entonces desconocido.
También en ello se manifiesta el salto de época que se verifica entre la predicación de Juan el Bautista y al de Jesús.
Convertirse ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley, sino dar un salto adelante, entrar en la nueva alianza, aferrar este Reino que ha aparecido, entrar en él a través de la fe. "Convertíos y creed" no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed; ¡convertíos creyendo! "Prima conversio fit per fidem", dirá santo Tomás de Aquino, la primera conversión consiste en creer.
Dios ha tomado en él la iniciativa de la salvación: ha hecho venir su Reino; el hombre debe sólo acoger, en la fe, la oferta de Dios y vivir, a continuación, sus exigencias. Es como un rey que abre la puerta de su palacio, donde hay preparado un gran banquete y, estando en el umb ral, uinvita a todos a entrar diciendo: "¡Venid, todo está preparado!". Es el aspecto que resuena en todas las llamadas parábolas del Reino: la hora tan esperada ha llegado, tomad la decisión que salva, ¡no dejéis escapar la ocasión!
El Apóstol dice lo mismo con la doctrina de la justificación por la fe. La única diferencia se debe a lo que ha sucedido, en ese tiempo, entre la predicación de Jesús y la de Pablo: Cristo fue rechazado y muerto por los pecados de los hombres. La fe "en el Evangelio" ("creed en el Evangelio"), ahora se configura como fe "en Jesucristo", "en su sangre" (Rm 3, 25).
Lo que el Apóstol expresa mediante el adverbio "gratuitamente"(dorean) o "por gracia", Jesús lo decía con imágenes del recibir el reino como un niño, es decir como un don, sin hacer méritos, apoyándose solo en el amor de Dios, como los niños se apoyan en el amor de sus padres.
Se discute desde hace tiempo entre los exegetas si se debe seguir hablando de la conversión de san Pablo; algunos prefieren hablar de "llamada" más que de conversión. Hay quien quisiera que se aboliera incluso la fiesta de la conversión de san Pablo, desde el momento en que conversión indica un alejamiento y un renegar de algo, mientras que un hebreo que se convierte, a diferencia del pagano, no debe renegar de nada, no debe de pasar de los ídolos al culto del Dios verdadero.
A mí me parece que estamos ante un falso problema. En primer lugar no hay oposición entre conversión y llamada: la llamada supone la conversión, no la sustituye, como la gracia no sustituye a la libertad. Pero sobre todo hemos visto que la conversión evangélica o significa renegar de algo, un volver atrás, sino un acoger algo nuevo, dar un salto adelante. ¿A quién hablaba Jesús cuando decía "Convertíos y creed en el Evangelio?" ¿Acaso no hablaba a los hebreos? A esta misma conversión se refiere el Apóstol con las palabras: "Cuando se dé la conversión al Señor, ese velo será quitado" (2Cor 3,16).
La conversión de Pablo se nos presenta, en esta luz, como el modelo mismo de la verdadera conversión cristiana, que consiste ante todo en aceptar a Cristo, en "volverse" a él mediante la fe. Ésta supone un encontrar antes que un dejar. Jesús no dice: un hombre vendió todo lo que tenía y se puso a buscar un tesoro escondido; dice: un hombre encontró un tesoro y por eso lo vendió todo.
4. Una experiencia vivida
En el documento de acuerdo entre la Iglesia católica y la Federación mundial de las Iglesias luteranas, presentado solemnemente en la Basílica de san Pedro por Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala en 1999, hay una recomendación final que me parece de una importancia vital. Dice sustancialmente esto: ha llegado el momento de hacer de esta gran verdad una experiencia vivida por los creyentes, y no más un objeto de disputas teológicas entre sabios, como ha sucedido en el pasado.
La celebración del año paulino nos ofrece una ocasión propicia para hacer esta experiencia. Ella puede dar un espaldarazo a nuestra vida espiritual, un descanso y una libertad nuevas. Charles Péguy contaba, en tercera persona, la historia del mayor acto de fe de su vida. Un hombre, dice (y se sabe que este hombre era él mismo) tenía tres hijos y un mal día cayeron enfermos, los tres juntos. Entonces había hecho un acto de audacia. Al pensar en ello se admiraba también un poco y hay que decir que había sido verdaderamente un acto arriesgado. Como se cogen tres niños del suelo y se ponen juntos, casi jugando, en los brazos de su madre o de su niñera que se ríe y grita, diciendo que son demasiados y no tendrá fuerzas para llevarlos, así él, audaz como un hombre, había cogido -se entiende, con la oración- a sus tres niños enfermos y tranquilamente los había puesto en los brazos de Aquella que lleva todos los dolores del mundo: "Mira -decía- te los doy, me giro y me voy para que no me los devuelvas. Ya no los quiero, fíjate bien. Debes encargarte tú de ellos". (Sin metáforas, había ido de peregrinación a pie desde París a Chartres para confiar a la Virgen a sus tres niños enfermos). Desde aquel día todo fue bien, porque era la Santa Virgen la que se ocupaba de ellos. Es curioso que no todos los cristianos hagan esto. Es muy simple, pero nunca se piensa en lo simple.
La historia nos sirve en este momento para ilustrar la idea de un acto de audacia, porque se trata de algo parecido. La clave de todo, se decía, es la fe. Pero hay diversos tipos de fe: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza, la fe-estabilidad, como la llama Isaías (7, 9): ¿de qué fe se trata, cuando se habla de la justificación "mediante la fe"? Se trata de una fe totalmente esecial: la fe-apropiación.
Escuchemos, sobre este punto, a san Bernardo: "Yo -dice. Lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio (¡usurpo!) con confianza del costado atravesado del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito, por eso, es la misericordia de Dios. No me faltan méritos, mientras él sea rico en misericordia. Que si las misericordias del Señor son muchas (Sal 119, 156), yo también abundaré en méritos. ¿Y que decir de mi justicia? Oh, Señor, recordaré solamente tu justicia. De hecho ella es también mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios". Está escrito también que "Cristo Jesús... se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (l Cor l, 30). ¡Para nosotros, no para sí mismo!
San Cirilo de Jerusalén expresaba, con otras palabras, la misma idea del acto de audacia de la fe: "¡Oh bondad extraordinaria de Dios hacia los hombres! Los justos del Antiguo Testamento agradaron a Dios en las fatigas de largos años; pero lo que ellos llegaron a obtener, tras un largo y heroico servicio agradable a Dios, Jesús te lo da en el breve espacio de una hora. De hecho, su tu crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás y serás introducido en el paraíso por el mismo que introdujo al buen ladrón".
Imagina, escribe el Cabasilas desarrollando una imagen de san Juan Crisóstomo, que haya tenido lugar en el estadio una lucha épica. Un valiente ha afrontado a un cruel tirano y, con gran fatiga y sufrimiento, lo ha vencido. Tu no has combatido, no te has agotado ni sufrido heridas. Pero si admiras al valiente, si te alegras con él en su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas por él a la asamblea, si te inclinas con alegría ante el triunfador, le besas la cabeza y le das la mano, en resumen, si tanto lo aclamas que consideras tuya su victoria, yo te digo que tendrás ciertamente parte en el premio del vencedor.
Pero hay más: supón que el vencedor no tenga necesidad alguna para sí mismo de premio que ha conquistado, sino que desea, más que ninguna cosa, ver honrado a su autor, y considera como premio de su combate la coronación del amigo, en tal caso, ¿ese hombre no obtendrá la corona, aunque no se haya agotado ni haya sido herido? ¡Ciertamente la obtendrá! Y bien, así sucede entre Cristo y nosotros. Aún no habiendo trabajado y luchado -aun no teniendo mérito alguno-, con todo, por medio de la fe nosotros aclamamos a la lucha de Cristo, admiramos su victoria, honramos su trofeo que es la cruz, y mostramos por el valiente un amor vehemente e inefable; hacemos nuestras sus heridas y su muerte. Y así se obtiene la salvación.
La liturgia de Navidad nos hablará del "santo intercambio", del sacrum commercium entre nosotros y Dios realizado en Cristo. La ley de todo intercambio se expresa en la fórmula: lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo es mío. De ahí deriva que lo que es mío, es decir el pecado, la debilidad, pasa a ser de Cristo; y lo que es de Cristo, es decir la santidad, pasa a ser mío. Ya que nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos (cf.1 Cor 6, 19-20), se sigue, escribe el Cabasilas, que a la inversa, la santidad de Cristo nos pertenece más que nuestra propia santidad. Y esto es remontar en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, habitualmente, al principio, sino al final del propio itinerario espiritual, cuando se han experimentado los demás caminos y se ha visto que no llevan muy lejos.
En la Iglesia católica tenemos un medio privilegiado para tener experiencia concreta y cotidiana de este sagrado intercambio y de la justificación por la gracia, mediante la fe;: los sacramentos. Cada vez que yo me acerco al sacramento de la reconciliación tengo experiencia de ser justificado por gracia, ex opere operato, como decimos en teología. Subo al templo, digo a Dios: "Oh Dios, ten piedad de mí que soy un pecador" y, como el publicano, vuelvo a casa "justificado" (Lc 18,14), perdonado, con el alma resplandeciente, como en el momento en que salí de la fuente bautismal.
Que san Pablo, en este año dedicado a él, nos obtenga la gracia de hacer como es este acto de audacia de la fe.
P. Raniero Cantalamessa (predicador de la Casa Pontificia)
"Lo que podría ser una ganancia, lo he considerado una perdida con motivo de Cristo"
El Año Paulino es una gracia grande para la Iglesia, pero representa también un peligro: el de quedarse en Pablo, en su personalidad, su doctrina, sin dar el paso sucesivo de él a Cristo. El Santo Padre ha puesto en guardia contra este riesgo en la misma homilía con la que ha abierto el año Paulino, y lo reafirmaba en la audiencia general del 2 de julio: "Y éste es el fin del año Paulino: aprender de san Pablo, aprender la fe, aprender a Cristo".
Ha sucedido muchas veces en el pasado, hasta dar lugar a la tesis absurda según la cual Pablo, no Cristo, sería el verdadero fundador del cristianismo. Jesucristo habría sido para Pablo lo que Sócrates para Platón: un pretexto, un nombre, bajo el cual poner el propio pensamiento.
El apóstol, como antes de él Juan el Bautista, señala hacia uno "más grande que él", del que no se considera digno siquiera de ser apóstol. Esa tesis es la tergiversación más completa y la ofensa más grave que se pueda hacer al apóstol Pablo. Si volviera a la vida, reaccionaría contra esta tesis con la misma vehemencia con la que reaccionó frente a un malentendido análogo de los corintios: "¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?" (1 Cor 1,13).
Otro obstáculo que debemos superar nosotros los creyentes, es el de quedarnos en la doctrina de Pablo sobre Cristo, sin dejarnos contagiar de su amor y de su fuego por él. Pablo no quiere ser para nosotros sólo un sol de invierno que ilumina pero no calienta. El propósito en cambio de sus cartas es el de llevar a los lectores no sólo al conocimiento, sino también al amor y a la pasión por Cristo.
A este segundo objetivo quisieran contribuir las tres meditaciones del Adviento de este año, a partir de ésta de hoy en la que reflexionaremos sobre la conversión de san Pablo, el acontecimiento que, tras la muerte y resurrección de Cristo, mayormente ha influido en el futuro del cristianismo.
1. La conversión de Pablo vista por dentro
La mejor explicación de la conversión de san Pablo es la que da él mismo cuando habla del bautismo cristiano como ser "bautizados en la muerte de Cristo", "sepultados junto con él" para resucitar con él y "caminar en una vida nueva" (cf. Romanos 6, 3-4). Él ha vivido en sí mismo el misterio pascual de Cristo, en torno al cual gravitará a continuación todo su pensamiento. Hay también analogías externas impresionantes. Jesús permaneció tres días en el sepulcro; durante tres días, Saulo vivió como un muerto: no podía ver, estar de pie, comer, después en el momento del bautismo sus ojos volvieron a abrirse, pudo comer y retomó las fuerzas, volvió a la vida (cf. Hechos 9,18).
Inmediatamente después de su bautismo, Jesús se retiró al desierto y también Pablo, después de ser bautizado por Ananías, se retiró al desierto de Arabia, es decir, al desierto alrededor de Damasco. Los exegetas calculan que entre el acontecimiento en el camino de Damasco y el inicio de su actividad pública en la Iglesia hay una decena de años de silencio en la vida de Pablo. Los judíos lo buscaban para matarlo, los cristianos no se fiaban aún y le tenían miedo. Su conversión recuerda a la del cardenal Newman, a quien sus antiguos hermanos en la fe anglicanos consideraban un tránsfuga, y a quien los católicos miraban con sospecha por sus ideas nuevas y audaces.
El apóstol hizo un noviciado largo; su conversión no duró unos pocos minutos. Y en su kenosis, en este tiempo de vaciamiento y de silencio, es donde acumuló esa energía rompedora y esa luz que un día derramará sobre el mundo.
De la conversión de Pablo tenemos dos descripciones distintas: una que describe el acontecimiento, por así decirlo, desde fuera, en clave histórica, y otra que describe el acontecimiento desde dentro, en clave psicológica o autobiográfica. El primer tipo es el que encontramos en las diversas narraciones que se leen en los Hechos de los Apóstoles. A él pertenecen también algunos esbozos que el propio Pablo hace del acontecimiento, explicando cómo de perseguidor se transformó en apóstol de Cristo (cf. Gal 1, 13-24).
Al segundo tipo pertenece el capítulo 3 de la Carta a los Filipenses, donde el Apóstol describe lo que ha significado para él, subjetivamente, el encuentro con Cristo, lo que era antes y lo que ha llegado a ser a continuación; en otras palabras, en qué ha consistido, esencial y religiosamente, el cambio realizado en su vida. Nosotros nos concentramos en este texto que, por analogía con la obra de san Agustín, podríamos definir "las confesiones de san Pablo".
En todo cambio hay un terminus a quo y un terminus ad quem, un punto de partida y un punto de llegada. El apóstol describe ante todo el punto de partida, lo que era antes:
"Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia del la Ley, intachable" (Filipenses 3, 4-6).
Uno puede equivocarse fácilmente al leer esta descripción: éstos no eran títulos negativos, sino los máximos títulos de santidad de aquel tiempo. Con ellos se habría podido abrir en seguida el proceso de canonización de Pablo, su hubiera existido en aquella época. Es como decir hoy de uno: bautizado el octavo día, perteneciente a la estructura por excelencia de la salvación, la Iglesia católica, miembro de la orden religiosa más austera de la Iglesia (¡esto eran los fariseos!), observantísimo de la Regla....
En cambio, en el texto hay un punto y aparte que divide en dos la página y la vida de Pablo. Comienza con un "pero" adversativo que crea un contraste total:
"Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo" (Filipenses 3, 7-8).
Tres veces repite el nombre de Cristo en este breve texto. El encuentro con él ha dividido su vida en dos, ha creado un antes y un después. Un encuentro personalísimo (es el único texto donde el apóstol usa el singular "mio", no "nuestro" Señor) y un encuentro existencial más que mental. Nadie podrá nunca conocer a fondo qué sucedió en aquel breve diálogo: "¡Saulo, Saulo!" "¿Quién eres, Señor?" "Yo soy Jesús". Una "revelación", la define él (Gálatas 1, 15-16). Fue una especie de fusión a fuego, un relámpago de luz que aún hoy, habiendo pasado dos mil años, ilumina al mundo.
2. Un cambio de mente
Intentemos analizar el contenido del acontecimiento. Fue sobre todo un cambio de mente, de pensamiento, literalmente una metanoia. Pablo había creído hasta entonces poderse salvar y ser justo ante Dios mediante la observancia escrupulosa de la ley y de las tradiciones de sus padres. Ahora entiende que la salvación se obtiene de otro modo. Quiero ser hallado, dice, "no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe" (Fl 3, 8-9). Jesús le hizo experimentar en sí mismo lo que un día proclamaría a toda la Iglesia: la justificación por gracia mediante la fe (cf. Gal 2,15-16; Rom 3, 21 ss.).
Leyendo el capítulo tercero de la Carta a los Filipenses, me viene a la mente una imagen: un hombre camina de noche en un bosque cerrado a la pequeña luz de una vela, poniendo atención a que no se apague; caminando, llega el alba, surge el sol, la pequeña luz de la vela palidece, hasta que no le sirve más y la tira. La lucecita vacilante era su propia justicia. Un día, en la vida de Pablo, salió el sol de la justicia, Cristo el Señor, y desde aquel momento no ha querido otra luz que la suya.
No se trata de un punto más, sino del corazón del mensaje cristiano; él lo definirá como "su evangelio", hasta el punto de declarar anatema a quien se atreviera a predicar un evangelio distinto, aunque fuese un ángel o él mismo (cf. Gal 1, 8-9). ¿Por qué tanta insistencia? Porque en ello consiste la novedad cristiana, lo que la distingue te cualquier otra religión o filosofía religiosa. Toda propuesta religiosa comienza diciendo a los hombres lo que tienen que hacer para salvarse o para obtener la "Iluminación". El cristianismo no empieza diciendo a los hombres lo que tienen que hacer, sino lo que Dios ha hecho por ellos en Cristo Jesús. El cristianismo es la religión de la la gracia.
Hay lugar -y cuánto- para los deberes y para la observancia de los mandamientos, pero después, como respuesta a la gracia, no como su causa o u precio. Uno no se salva por sus buenas obras, aunque no se salvará sin sus buenas obras. Es una revolución de la cual, a distancia de dos mil años, aún nos cuesta tomar conciencia. Las polémicas teológicas sobre la justificación mediante la fe de la Reforma en adelante lo han obstaculizado a menudo más que favorecido, al mantener el problema a nivel teórico, de tesis de escuelas contrapuestas, en lugar de ayudar a los creyentes a hacer experiencia de ello en sus vidas.
3. "Convertíos y creed en el evangelio"
Pero debemos plantearnos una pregunta crucial: ¿quién es el inventor de este mensaje? Si hubiera sido el apóstol Pablo, entonces tendrían razón quienes decían que él, y no Jesús, es el fundador del cristianismo. Pero el inventor no es él; él no hace otra cosa que expresar en términos elaborados y universales un mensaje que Jesús expresaba con su típico lenguaje, hecho de imágenes y de parábolas.
Jesús comenzó su predicación diciendo: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). Con estas palabras enseñaba ya la justificación por la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre "volver atrás" (como indica el mismo término hebreo shub); significaba volver a la alianza violada, mediante una observancia renovada de la ley. "Convertíos a mí [...], volved de vuestro camino perverso", decía Dios en los profetas (Zc 1, 3-4; Jr 8, 4-5).
Convertirse, por tanto, tiene un significado principalmente ascético, moral y penitencial, y se realiza cambiando de conducta de vida. La conversión se ve como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los mismos labios de Juan el Bautista (cf. Lc 3, 4-6). Pero en la boca de Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos al principio de su predicación), respecto a un significado nuevo, hasta entonces desconocido.
También en ello se manifiesta el salto de época que se verifica entre la predicación de Juan el Bautista y al de Jesús.
Convertirse ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley, sino dar un salto adelante, entrar en la nueva alianza, aferrar este Reino que ha aparecido, entrar en él a través de la fe. "Convertíos y creed" no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed; ¡convertíos creyendo! "Prima conversio fit per fidem", dirá santo Tomás de Aquino, la primera conversión consiste en creer.
Dios ha tomado en él la iniciativa de la salvación: ha hecho venir su Reino; el hombre debe sólo acoger, en la fe, la oferta de Dios y vivir, a continuación, sus exigencias. Es como un rey que abre la puerta de su palacio, donde hay preparado un gran banquete y, estando en el umb ral, uinvita a todos a entrar diciendo: "¡Venid, todo está preparado!". Es el aspecto que resuena en todas las llamadas parábolas del Reino: la hora tan esperada ha llegado, tomad la decisión que salva, ¡no dejéis escapar la ocasión!
El Apóstol dice lo mismo con la doctrina de la justificación por la fe. La única diferencia se debe a lo que ha sucedido, en ese tiempo, entre la predicación de Jesús y la de Pablo: Cristo fue rechazado y muerto por los pecados de los hombres. La fe "en el Evangelio" ("creed en el Evangelio"), ahora se configura como fe "en Jesucristo", "en su sangre" (Rm 3, 25).
Lo que el Apóstol expresa mediante el adverbio "gratuitamente"(dorean) o "por gracia", Jesús lo decía con imágenes del recibir el reino como un niño, es decir como un don, sin hacer méritos, apoyándose solo en el amor de Dios, como los niños se apoyan en el amor de sus padres.
Se discute desde hace tiempo entre los exegetas si se debe seguir hablando de la conversión de san Pablo; algunos prefieren hablar de "llamada" más que de conversión. Hay quien quisiera que se aboliera incluso la fiesta de la conversión de san Pablo, desde el momento en que conversión indica un alejamiento y un renegar de algo, mientras que un hebreo que se convierte, a diferencia del pagano, no debe renegar de nada, no debe de pasar de los ídolos al culto del Dios verdadero.
A mí me parece que estamos ante un falso problema. En primer lugar no hay oposición entre conversión y llamada: la llamada supone la conversión, no la sustituye, como la gracia no sustituye a la libertad. Pero sobre todo hemos visto que la conversión evangélica o significa renegar de algo, un volver atrás, sino un acoger algo nuevo, dar un salto adelante. ¿A quién hablaba Jesús cuando decía "Convertíos y creed en el Evangelio?" ¿Acaso no hablaba a los hebreos? A esta misma conversión se refiere el Apóstol con las palabras: "Cuando se dé la conversión al Señor, ese velo será quitado" (2Cor 3,16).
La conversión de Pablo se nos presenta, en esta luz, como el modelo mismo de la verdadera conversión cristiana, que consiste ante todo en aceptar a Cristo, en "volverse" a él mediante la fe. Ésta supone un encontrar antes que un dejar. Jesús no dice: un hombre vendió todo lo que tenía y se puso a buscar un tesoro escondido; dice: un hombre encontró un tesoro y por eso lo vendió todo.
4. Una experiencia vivida
En el documento de acuerdo entre la Iglesia católica y la Federación mundial de las Iglesias luteranas, presentado solemnemente en la Basílica de san Pedro por Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala en 1999, hay una recomendación final que me parece de una importancia vital. Dice sustancialmente esto: ha llegado el momento de hacer de esta gran verdad una experiencia vivida por los creyentes, y no más un objeto de disputas teológicas entre sabios, como ha sucedido en el pasado.
La celebración del año paulino nos ofrece una ocasión propicia para hacer esta experiencia. Ella puede dar un espaldarazo a nuestra vida espiritual, un descanso y una libertad nuevas. Charles Péguy contaba, en tercera persona, la historia del mayor acto de fe de su vida. Un hombre, dice (y se sabe que este hombre era él mismo) tenía tres hijos y un mal día cayeron enfermos, los tres juntos. Entonces había hecho un acto de audacia. Al pensar en ello se admiraba también un poco y hay que decir que había sido verdaderamente un acto arriesgado. Como se cogen tres niños del suelo y se ponen juntos, casi jugando, en los brazos de su madre o de su niñera que se ríe y grita, diciendo que son demasiados y no tendrá fuerzas para llevarlos, así él, audaz como un hombre, había cogido -se entiende, con la oración- a sus tres niños enfermos y tranquilamente los había puesto en los brazos de Aquella que lleva todos los dolores del mundo: "Mira -decía- te los doy, me giro y me voy para que no me los devuelvas. Ya no los quiero, fíjate bien. Debes encargarte tú de ellos". (Sin metáforas, había ido de peregrinación a pie desde París a Chartres para confiar a la Virgen a sus tres niños enfermos). Desde aquel día todo fue bien, porque era la Santa Virgen la que se ocupaba de ellos. Es curioso que no todos los cristianos hagan esto. Es muy simple, pero nunca se piensa en lo simple.
La historia nos sirve en este momento para ilustrar la idea de un acto de audacia, porque se trata de algo parecido. La clave de todo, se decía, es la fe. Pero hay diversos tipos de fe: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza, la fe-estabilidad, como la llama Isaías (7, 9): ¿de qué fe se trata, cuando se habla de la justificación "mediante la fe"? Se trata de una fe totalmente esecial: la fe-apropiación.
Escuchemos, sobre este punto, a san Bernardo: "Yo -dice. Lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio (¡usurpo!) con confianza del costado atravesado del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito, por eso, es la misericordia de Dios. No me faltan méritos, mientras él sea rico en misericordia. Que si las misericordias del Señor son muchas (Sal 119, 156), yo también abundaré en méritos. ¿Y que decir de mi justicia? Oh, Señor, recordaré solamente tu justicia. De hecho ella es también mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios". Está escrito también que "Cristo Jesús... se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (l Cor l, 30). ¡Para nosotros, no para sí mismo!
San Cirilo de Jerusalén expresaba, con otras palabras, la misma idea del acto de audacia de la fe: "¡Oh bondad extraordinaria de Dios hacia los hombres! Los justos del Antiguo Testamento agradaron a Dios en las fatigas de largos años; pero lo que ellos llegaron a obtener, tras un largo y heroico servicio agradable a Dios, Jesús te lo da en el breve espacio de una hora. De hecho, su tu crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás y serás introducido en el paraíso por el mismo que introdujo al buen ladrón".
Imagina, escribe el Cabasilas desarrollando una imagen de san Juan Crisóstomo, que haya tenido lugar en el estadio una lucha épica. Un valiente ha afrontado a un cruel tirano y, con gran fatiga y sufrimiento, lo ha vencido. Tu no has combatido, no te has agotado ni sufrido heridas. Pero si admiras al valiente, si te alegras con él en su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas por él a la asamblea, si te inclinas con alegría ante el triunfador, le besas la cabeza y le das la mano, en resumen, si tanto lo aclamas que consideras tuya su victoria, yo te digo que tendrás ciertamente parte en el premio del vencedor.
Pero hay más: supón que el vencedor no tenga necesidad alguna para sí mismo de premio que ha conquistado, sino que desea, más que ninguna cosa, ver honrado a su autor, y considera como premio de su combate la coronación del amigo, en tal caso, ¿ese hombre no obtendrá la corona, aunque no se haya agotado ni haya sido herido? ¡Ciertamente la obtendrá! Y bien, así sucede entre Cristo y nosotros. Aún no habiendo trabajado y luchado -aun no teniendo mérito alguno-, con todo, por medio de la fe nosotros aclamamos a la lucha de Cristo, admiramos su victoria, honramos su trofeo que es la cruz, y mostramos por el valiente un amor vehemente e inefable; hacemos nuestras sus heridas y su muerte. Y así se obtiene la salvación.
La liturgia de Navidad nos hablará del "santo intercambio", del sacrum commercium entre nosotros y Dios realizado en Cristo. La ley de todo intercambio se expresa en la fórmula: lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo es mío. De ahí deriva que lo que es mío, es decir el pecado, la debilidad, pasa a ser de Cristo; y lo que es de Cristo, es decir la santidad, pasa a ser mío. Ya que nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos (cf.1 Cor 6, 19-20), se sigue, escribe el Cabasilas, que a la inversa, la santidad de Cristo nos pertenece más que nuestra propia santidad. Y esto es remontar en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, habitualmente, al principio, sino al final del propio itinerario espiritual, cuando se han experimentado los demás caminos y se ha visto que no llevan muy lejos.
En la Iglesia católica tenemos un medio privilegiado para tener experiencia concreta y cotidiana de este sagrado intercambio y de la justificación por la gracia, mediante la fe;: los sacramentos. Cada vez que yo me acerco al sacramento de la reconciliación tengo experiencia de ser justificado por gracia, ex opere operato, como decimos en teología. Subo al templo, digo a Dios: "Oh Dios, ten piedad de mí que soy un pecador" y, como el publicano, vuelvo a casa "justificado" (Lc 18,14), perdonado, con el alma resplandeciente, como en el momento en que salí de la fuente bautismal.
Que san Pablo, en este año dedicado a él, nos obtenga la gracia de hacer como es este acto de audacia de la fe.
P. Raniero Cantalamessa (predicador de la Casa Pontificia)
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