XXII Domingo del tiempo ordinario
Jeremías 20, 7-9; Romanos 12, 1-2; Mateo 16, 21-27
Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo
Jeremías 20, 7-9; Romanos 12, 1-2; Mateo 16, 21-27
Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo
En el evangelio de este domingo escuchamos a Jesús que dice: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, coja su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por causa mía, la encontrará”.
¿Qué significa “negarse a sí mismo”? Es más, ¿por qué hay que negarse a sí mismo? Conocemos la indignación que suscitaba en el filósofo Nietzsche esta exigencia del Evangelio. Comienzo respondiendo con un ejemplo. Durante la persecución nazi, muchos trenes cargados de hebreos partían desde todas partes de Europa hacia los campos de exterminio. Se les convencía de subir a ellos con falsas promesas de llevarlos a lugares mejores por su bien, mientras que en cambio se les llevaba a la destrucción. A veces sucedía que en alguna parada del convoy, alguien que sabía la verdad gritaba a escondidas a los pasajeros: bajad, huid. Y alguno lo conseguía.
El ejemplo es un poco fuerte, pero expresa algo sobre nuestra situación. El tren de la vida en el que viajamos va hacia la muerte. Sobre esto, al menos, no hay dudas. Nuestro yo natural, siendo mortal, está destinado a terminar. Lo que el Evangelio nos propone cuando nos exhorta a renegar de nosotros mismos y a bajar de este tren, es subir a otro que conduce a la vida. El tren que conduce a la vida es la fe en Él, que ha dicho: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.
Pablo había realizado este “trasbordo”, y lo describe así: “Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”. Si asumimos el yo de Cristo nos convertimos en inmortales porque él, resucitado de la muerte, no muere más. Eso es lo que significan las palabras que hemos escuchado: “El que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero el que pierda la vida por mi causa, la encontrara”. Por tanto, está claro que negarse a sí mismo no es una operación autolesionadora y renunciadora, sino el golpe de audacia más inteligente que podemos realizar en la vida.
Pero debemos hacer inmediatamente una precisión: Jesús no nos pide renegar de “lo que somos”, sino de “aquello en lo que nos hemos convertido”. Nosotros somos imagen de Dios, somos por tanto algo “muy bueno”, como dijo Dios mismo en el momento de crear al hombre y la mujer. De lo que tenemos que renegar no es de lo que Dios ha hecho, sino de lo que hemos hecho nosotros, usando mal nuestra libertad. En otras palabras, las tendencias malas, el pecado, todas esas cosas que son como incrustaciones posteriores superpuestas al original.
Hace unos años se descubrieron en el fondo del mar, a lo largo de las costas jónicas, dos masas informes que tenían un ligero parecido con cuerpos humanos, y que estaban recubiertas de incrustaciones marinas. Fueron sacadas a la superficie y limpiadas pacientemente. Hoy son los famosos “Bronces de Riace”(estatuas griegas de gran belleza, que representan a dos varones, y que están datadas en el siglo V antes de Cristo, n.d.t.) custodiados en el museo de Reggio Calabria, y están entre las esculturas más admiradas de la antigüedad.
Son ejemplos que nos ayudan a entender el aspecto positivo que hay en la propuesta del Evangelio. Nosotros nos parecemos, en el espíritu, a esas estatuas antes de su restauración. La bella imagen de Dios que deberíamos ser está recubierta de siete estratos que son los siete pecados capitales. Quizás sea conveniente traerlos a la memoria por si los hemos olvidado: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. San Pablo llama a esta imagen desfigurada “imagen terrestre”, en oposición a la “imagen celeste” que es la semejanza con Cristo.
“Negarse a sí mismo” no es por tanto una operación para la muerte sino para la vida, para la belleza y para la alegría. Consiste también en aprender el lenguaje del verdadero amor. Imagina, decía un gran filósofo del siglo pasado, Kierkegaard, una situación puramente humana. Dos jóvenes se aman. Pero pertenecen a dos pueblos diversos y hablan dos lenguas completamente diversas. Si su amor quiere sobrevivir y crecer, es necesario que uno de los dos aprenda el idioma del otro. En caso contrario, no podrán comunicarse y su amor no durará.
Así, comentaba, sucede entre Dios y nosotros. Nosotros hablamos hablamos el lenguaje de la carne, él el del espíritu; nosotros el del egoísmo, él el del amor. Negarse a sí mismo es aprender la lengua de Dios para poder comunicarnos con él, pero es también aprender la lengua que nos permite comunicarnos entre nosotros. No somos capaces de decir “sí” al otro, empezando por el propio cónyuge, si no somos capaces de decir “no” a nosotros mismos. Ciñéndonos al ámbito del matrimonio, muchos problemas y fracasos de la pareja dependen de que el hombre nunca se ha preocupado de aprender el modo de expresar el amor de la mujer, y la mujer el del hombre. También cuando habla de negarse a sí mismo, el Evangelio, como puede verse, está bastante menos alejado de la vida de lo que la gente cree.
P. Raniero Cantalamessa (predicador de la Casa Pontificia) - 2008.8.29
¿Qué significa “negarse a sí mismo”? Es más, ¿por qué hay que negarse a sí mismo? Conocemos la indignación que suscitaba en el filósofo Nietzsche esta exigencia del Evangelio. Comienzo respondiendo con un ejemplo. Durante la persecución nazi, muchos trenes cargados de hebreos partían desde todas partes de Europa hacia los campos de exterminio. Se les convencía de subir a ellos con falsas promesas de llevarlos a lugares mejores por su bien, mientras que en cambio se les llevaba a la destrucción. A veces sucedía que en alguna parada del convoy, alguien que sabía la verdad gritaba a escondidas a los pasajeros: bajad, huid. Y alguno lo conseguía.
El ejemplo es un poco fuerte, pero expresa algo sobre nuestra situación. El tren de la vida en el que viajamos va hacia la muerte. Sobre esto, al menos, no hay dudas. Nuestro yo natural, siendo mortal, está destinado a terminar. Lo que el Evangelio nos propone cuando nos exhorta a renegar de nosotros mismos y a bajar de este tren, es subir a otro que conduce a la vida. El tren que conduce a la vida es la fe en Él, que ha dicho: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.
Pablo había realizado este “trasbordo”, y lo describe así: “Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”. Si asumimos el yo de Cristo nos convertimos en inmortales porque él, resucitado de la muerte, no muere más. Eso es lo que significan las palabras que hemos escuchado: “El que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero el que pierda la vida por mi causa, la encontrara”. Por tanto, está claro que negarse a sí mismo no es una operación autolesionadora y renunciadora, sino el golpe de audacia más inteligente que podemos realizar en la vida.
Pero debemos hacer inmediatamente una precisión: Jesús no nos pide renegar de “lo que somos”, sino de “aquello en lo que nos hemos convertido”. Nosotros somos imagen de Dios, somos por tanto algo “muy bueno”, como dijo Dios mismo en el momento de crear al hombre y la mujer. De lo que tenemos que renegar no es de lo que Dios ha hecho, sino de lo que hemos hecho nosotros, usando mal nuestra libertad. En otras palabras, las tendencias malas, el pecado, todas esas cosas que son como incrustaciones posteriores superpuestas al original.
Hace unos años se descubrieron en el fondo del mar, a lo largo de las costas jónicas, dos masas informes que tenían un ligero parecido con cuerpos humanos, y que estaban recubiertas de incrustaciones marinas. Fueron sacadas a la superficie y limpiadas pacientemente. Hoy son los famosos “Bronces de Riace”(estatuas griegas de gran belleza, que representan a dos varones, y que están datadas en el siglo V antes de Cristo, n.d.t.) custodiados en el museo de Reggio Calabria, y están entre las esculturas más admiradas de la antigüedad.
Son ejemplos que nos ayudan a entender el aspecto positivo que hay en la propuesta del Evangelio. Nosotros nos parecemos, en el espíritu, a esas estatuas antes de su restauración. La bella imagen de Dios que deberíamos ser está recubierta de siete estratos que son los siete pecados capitales. Quizás sea conveniente traerlos a la memoria por si los hemos olvidado: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. San Pablo llama a esta imagen desfigurada “imagen terrestre”, en oposición a la “imagen celeste” que es la semejanza con Cristo.
“Negarse a sí mismo” no es por tanto una operación para la muerte sino para la vida, para la belleza y para la alegría. Consiste también en aprender el lenguaje del verdadero amor. Imagina, decía un gran filósofo del siglo pasado, Kierkegaard, una situación puramente humana. Dos jóvenes se aman. Pero pertenecen a dos pueblos diversos y hablan dos lenguas completamente diversas. Si su amor quiere sobrevivir y crecer, es necesario que uno de los dos aprenda el idioma del otro. En caso contrario, no podrán comunicarse y su amor no durará.
Así, comentaba, sucede entre Dios y nosotros. Nosotros hablamos hablamos el lenguaje de la carne, él el del espíritu; nosotros el del egoísmo, él el del amor. Negarse a sí mismo es aprender la lengua de Dios para poder comunicarnos con él, pero es también aprender la lengua que nos permite comunicarnos entre nosotros. No somos capaces de decir “sí” al otro, empezando por el propio cónyuge, si no somos capaces de decir “no” a nosotros mismos. Ciñéndonos al ámbito del matrimonio, muchos problemas y fracasos de la pareja dependen de que el hombre nunca se ha preocupado de aprender el modo de expresar el amor de la mujer, y la mujer el del hombre. También cuando habla de negarse a sí mismo, el Evangelio, como puede verse, está bastante menos alejado de la vida de lo que la gente cree.
P. Raniero Cantalamessa (predicador de la Casa Pontificia) - 2008.8.29
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